Envejecer con dignidad, por Carolina Gómez-Ávila
El escándalo que hacen quienes en 2018 quisieron presentarse como “oposición con posición” y que hoy manotean desafiantes y desvergonzados, puede confundir todavía a algunos por ahí.
Ya sé que es agotador discutirles lo que bien saben (no dejo de recordar que Charles Richet diría que son estúpidos porque actúan como si no entendieran lo que entienden perfectamente bien) pero hay que hacerlo una y otra vez porque perderemos la guerra que nos han declarado si calan sus insidias presentadas persistentemente como medias verdades.
La primera cosa a discutirles es que las mayorías siempre ganan como en 2015. Quien fuera secretario de la MUD en ese entonces aún alardea de un triunfo que, ¡caramba!, no fue de él sino de todos, para enrostrárnoslo como pretendida prueba de que, sin importar las circunstancias, se le pueden ganar unas elecciones a esta dictadura en 2020. No tengo palabras para describir el mal que nos hace y creo que él sabe bien que nos lo hace.
No solamente no son iguales las circunstancias, las actuales son muchísimo peores, sino que en aquella oportunidad el triunfo democrático fue inesperado para la satrapía. Sí, los sorprendimos; algo que a los delincuentes de alto vuelo les pasa una sola vez.
Por cierto, no sé qué hay que decirles para que reconozcan el inventario de consecuencias y asuman que para nada importó que ganáramos la mayoría calificada de la Asamblea Nacional porque en cosa de días —Jalisco nunca pierde y cuando pierde, arrebata— el tribunal sicario de la República nos la quitó. Y desde entonces, creo que rondan el antidemocrático número de 60, las sentencias que han conculcado las atribuciones constitucionales del Poder Legislativo hasta volverlo el doloroso guiñapo que es.
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Tampoco hay manera de hacerles admitir que no es posible lograr un cambio con esta costumbre de encasquetarle, a cada vencedor opositor, un “protector” para neutralizarlo in situ. Nada les hace aceptar la imposibilidad de un resultado que pueda ser aprovechado para la vuelta a la democracia, si están proscritos de facto todos los partidos políticos que realmente son competencia y no fantoches de la dictadura. Nada les hace reconocer el daño irreversible a la legitimidad electoral que representa la cantidad de aspirantes al poder que están enterrados en mazmorras sin debido proceso.
No, ellos no relacionan eso con la imposibilidad de elecciones que tengan alguna utilidad política, ni el hostigamiento y persecución con forjamiento de expedientes o la invención de delitos, ni el parapeto de asamblea con la que intentaron suplantar a la legítima y que, si les ha resultado poco útil, es gracias a que la comunidad internacional apoya monolíticamente la causa que lidera la coalición democrática.
Por supuesto, este grupo no es capaz de pasar la vista por las cerca de tres docenas de condiciones que conforman unas “elecciones libres y justas” según el baremo de las Naciones Unidas, para reconocer que no hay manera de que aquí las haya.
A estas cuestiones responden con argumentos que actúan sobre el miedo que usted tiene a que haya una guerra, sobre culpas que no son suyas ni puede reparar y sobre esperanzas que para usted son imposibles de alimentar con mentiras.
Pero todos, usted y ellos, saben que lo que aquí digo es apenas una enumeración de hechos que cualquiera podría ampliar para confirmar que, de ir a elecciones, ni ganándolas ganamos. No hay lucha limpia que se pueda hacer con quienes cortan el oxígeno a un enfermo agónico para que no respire.
¿Eso significa que quiero una lucha sucia? No. Pero que usted o yo no la queramos, no tiene efecto ni importancia alguna. Esa decisión está en quienes compiten por el poder y ellos seguramente preferirán la ética de los resultados en vez de la de las convicciones, como comenté la semana pasada en “A la luz de los puñales”.
Estos operadores tienen claro lo aquí dicho, pero aun así decidieron servir a la dictadura. A todos ellos los veo acercarse al ocaso de sus vidas fuera del poder y humanamente entiendo que, como es natural, los afectan costosas dolencias y, a algunos, aún más costosos vicios. Y sólo puedo pensar que nos hacen esto por el miedo que los incapacita para envejecer con hambre, pero con dignidad.