Ese monstruo no debe morir, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Había sobrevivido a una guardia que llaman «de perro» y no fue sino al final de la noche, tras exprimir lo que quedaba de su traqueteado cerebro y dejar la nota sobre el escritorio del jefe de información, cuando Germán atravesó el pasillo, bajó por el ascensor y llegó al estacionamiento. Exhaló el aire como si fuera el vencedor de una larga batalla y encendió su Impala de segunda mano, sin otro propósito que no fuese llegar a casa y dormir con la placidez que le proporcionaba su apartamento en Caricuao.
Era consciente de que no podía quitársela de encima, pero la soledad le acosaba. Le quedó como dolorosa penitencia, luego de que Mónica lo abandonara por pasarse de listo y meterse en las sábanas de la vecina del cuarto piso. Pese al recuerdo doloroso, ese rincón constituía, a su manera, un refugio para su sosiego. Por ahora quería descansar. Con tal idea rondando en la cabeza devoró la autopista Fajardo al compás de la música de YVKE Mundial, cuyo lema «la emisora que no duerme» se cumplía a cabalidad y él lo agradecía. Llegó, abrió la puerta de casa y volvió a tener deseos de Mónica, pero los ahogó con dos cervezas bien frías que sacó de la nevera y la arepa que se le quedó pendiente en la mañana.
Apenas pudo quitarse los zapatos y la chaqueta. Sonriendo para sí mismo —porque el siguiente día sería viernes y lo tenía libre—, Germán se lanzó de bruces en la cama entrando de inmediato en el más profundo sopor. No recuerda si lo soñó, como ya era habitual, con ella y su cuerpo delgado, sus labios carnosos y la mirada apacible, cuando a lo lejos se oyó el quejido de un teléfono.
Primero involucró el sonido inquietante en la escenografía del sueño; luego lo atribuyó a otro teléfono —pongamos por caso, el del vecino de enfrente— y cuando el riiing se hizo tan persistente que interrumpió el instante en que se arrimaba a Mónica y le imploraba perdón, se vio forzado a abrir los ojos. Fue así como se dio cuenta de que lo llamaban y que, al parecer, el teléfono no se quedaría tranquilo hasta que levantara la bocina y contestara.
«Aló, Germán… coño, vale, ¿tú como que estás durmiendo todavía?», escuchó del otro lado. Confirmó que eran las 5:49 de la mañana y reconoció el tono autoritario del viejo Capriles, así que despertó de un golpe, sin derecho a un bostezo ni posibilidad de desperezarse. «Sí, dígame don Miguel… ¿qué pasó?», alcanzó a balbucear. «¿Cómo que qué pasó? ¿tú eres medio pendejo o qué… ¿cómo es eso de que mataron al monstruo de la laguna de Maracay?», soltó el dueño de El Mundo, tan molesto que Germán sentía cómo sus palabras se devanaban en el murmullo ruidoso e ininteligible de las rotativas. Le ordenó vestirse y presentarse en el periódico para rehacer la nota, que no subiera a redacción sino que la escribiera en la mesita azul de los talleres de impresión. «Me visto y voy en mi carro», le aclaró solícito, pero el viejo Capriles lo atajó con una frase terminante: «Vístete y no cojas el carro… allá está llegando Pérez Pérez con una unidad».
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Desde luego que, para quienes no conocemos esa singular historia que data en los años 60, nos resulta imperioso entender cómo el vespertino El Mundo le otorgó crédito a una información marginal proporcionada por un corresponsal en Maracay, quien afirmaba que en las cercanías del sector El Indio, colindante con el lago de Valencia, había aparecido una especie de monstruo que prefería entre sus víctimas para devorar a las mujeres.
Germán no era Orson Welles ni mucho menos un fabulador, pero admitía haber inventado ollas periodísticas desde sus inicios en el periodismo en Aragua —lo que ahora se conoce por bulo o fake news— y esta experiencia lo validaba como reportero para casos como este que resultó altamente gratificante para la empresa.
«¿Tu eres bolsa, chico?», me respondió cuando inquirí acerca de cuánta verdad había en esa noticia, y me aclaró la historia: la persona que dio a conocer ese hecho no era corresponsal ni nada parecido. Para esos años Últimas Noticias y El Mundo convertían en «corresponsal» a los distribuidores regionales de sus periódicos que, de vez en cuando, reportaban algún suceso digno de multiplicar la venta de ejemplares.
«Para el seguimiento de esta noticia, a la cual el viejo Capriles le olió el éxito desde el principio, me dediqué un mes y veintiséis días!, recuerda Germán, quien parecía disfrutar de su hazaña con el mismo alborozo con el que en ese momento hincaba el tenedor sobre el bistec a medio cocer que le había servido el mesero, mientras yo le entraba, no sin disgusto, al pabellón que constituía el atractivo de los comensales habituales del modesto restaurante de la avenida principal de Boleíta.
La historia del monstruo de la laguna de Maracay constituyó un éxito para El Mundo, ya que tanto en Caracas como en la zona central del país los lectores esperaban inquietos para saber más acerca de las acechanzas de este fenómeno proveniente del Pleistoceno frente al cual el resto de la prensa manifestaba total indiferencia.
«Yo soportaba la presión del periódico y, al mismo tiempo, debía dar enrevesadas explicaciones a mi hermana, quien vivía en el sector Toronjal, cerca de donde yo decía que salía el monstruo; por suerte se hablaba de las apariciones del famoso monstruo de Loch Ness, en Escocia».
En apoyo a sus ollas, Germán se aferró a teorías diversas, en particular la del antropólogo Eduardo Barros Prado, quien sostenía que habitantes en el delta intermedio del alto Amazonas, aseguraban que en esa zona existiría una familia de esos monstruos, y de las revelaciones de Maurice Chatelain, investigador de fenómenos extraterrestres y exmiembro de la NASA. Pero, agobiado por la titánica labor de inventar testimonios —más la vergüenza que este asunto le añadía a su carrera—, Germán decidió, sin consultarlo, ponerle punto final.
Esa noche salió tarde de la redacción con la convicción de que se trataba de la última noticia, ya que el monstruo de la laguna de Maracay había sido derribado mortalmente por un cazador que le disparó con arpón directo a los ojos y, ante el estupor de unos pocos testigos, la criatura se hundió para siempre. ¿Para siempre?
Al día siguiente de haber escrito su nota, el viejo Capriles lo despertó: debía venir urgente al periódico y revivir al monstruo de la laguna de Maracay. Obediente, rehízo la nota e informó que el monstruo de la laguna de Maracay atacó de nuevo. Ese mismo año, Germán se fue de El Mundo, pero no renunció a la afiebrada condición de fabulador en otros diarios.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España