Esperanzas, por Adriana Moran
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Y sucedió entonces que aquel país ubicado al norte del sur que por décadas había sido ejemplo para sus vecinos con su democracia imperfecta, y había recibido a los que huían de las sangrientas dictaduras de la punta inferior del mapa encontrando la forma para aún dentro de las desigualdades, vivir en paz, dándole oportunidades a los que teniendo casi nada estuvieran dispuestos a superarse, se convirtió un día en triste y temida referencia.
De aquel aire de progreso recién adquirido, de aquella juventud que llenaba sus calles con sus expectativas inmensas y tropical alegría, fue quedando un lugar sin opciones y sin futuro. Miles fueron abandonando de a poco el país multicolor que se iba decolorando de a poco para buscar más allá de las fronteras alguna certeza a la que aferrarse en contra de la incertidumbre que empezaba a instalarse en todos.
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Y los más tercos, o los que por muchas razones no pudimos o no quisimos irnos, nos quedamos aquí como espectadores melancólicos del deterioro. Sentados en primera fila para ver como nuestra casa se iba convirtiendo en una humareda de fogones de leña, de calles y casas a oscuras, de hospitales desprovistos de todo, de niños desnutridos, de maestros y profesores con zapatos rotos, de espaldas dobladas por el peso de una realidad insoportable y sonrisas congeladas convertidas en muecas.
El país empobrecido, atropellado, con habitantes despojados de los más elementales derechos y librados a su suerte, se fue pareciendo a una cárcel de paredes que cada vez se estrechan más para asfixiar a los que intentamos sobrevivir entre nostalgias y escombros, resistiendo el embate de quienes con indolencia lo desgobiernan por un lado, y de quienes quieren sustituirlos copiando su estilo desafiante armados de amenazas e improperios por el otro.
Y claro que la indignación es válida. Y la furia. El odio incluso. Tan válidos como inútiles si no los usamos para hacer lo que estamos obligados a hacer. Si convertimos esa furia en cantaleta lastimera y nos quedamos inmóviles, de poco servirán nuestros lamentos.
Un liderazgo capaz de mirar hacia este sufrimiento y esa frustración colectivos y de llamar a la unidad posible en torno a lo que sí podemos hacer con nuestros votos, tal vez pueda devolvernos la esperanza perdida.
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