Evo Morales: las prácticas del socialismo del siglo XXI, por Marta de la Vega
En el clásico estudio sobre populismo latinoamericano de Juan Carlos Rey, publicado en Politeia en 1976, una de los fenómenos políticos para explicarnos problemas de desarrollo es el “formalismo”. Significa que las regulaciones jurídicas y las políticas proclamadas por los gobiernos, no se materializan en conductas efectivas acordes con ellas. Hay una discrepancia entre la teoría y la práctica. No es solo un problema presente en los países subdesarrollados sino también en los más avanzados, aunque resulte más agudo en los primeros.
Se trata de la contradicción entre lo que Rey ha llamado “cultura política” y la “ideología”. Esta es explícita, racionalizada, coherente y elaborada, mientras que la primera, también orientada hacia la acción, es implícita, con elementos valorativos, normativos, cognoscitivos, sean estos verdaderos o falsos, predisposiciones y hábitos de un grupo social determinado, no necesariamente conscientes.
El asunto es que la ambigüedad derivada de esta combinación paradójica entre tradición y modernidad desemboca inevitablemente en democracias insuficientes y en el peor de los casos, en Estados fallidos, que instauran como principal mecanismo de participación la corrupción generalizada.
Así ha ocurrido con el populismo, modalidad latinoamericana de la modernización e industrialización, bajo una visión organicista y corporativa del poder.
Esto nos sirve como punto de partida para entender el sentido de la práctica política instaurada por Evo durante sus 8 años en el parlamento de Bolivia y sus casi 14 años como presidente de la república plurinacional, cargo al que se vio forzado a renunciar cuando se puso en evidencia la magnitud del fraude electoral, debidamente comprobado por una auditoría independiente coordinada por la OEA con carácter vinculante.
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Dada la gravedad de las irregularidades halladas, se recomendó la nulidad de las elecciones presidenciales del 20 de octubre de 2019 y el nombramiento de nuevas autoridades del Tribunal Electoral. Así lo anunció el propio expresidente boliviano, antes de presentar su renuncia pública, en cadena nacional de radio y televisión. A pesar de haber ganado en la primera vuelta, pero no con el porcentaje por encima del cual evitaría un balotaje, Evo se victimiza y anuncia como golpe de Estado lo que no ha sido más que la restitución de la institucionalidad democrática y del hilo constitucional, cuya ruptura ha sido resultado de su afán de aferrarse vitaliciamente al poder.
En sus dos primeros mandatos, desarrolló una gestión pública de inclusión y ampliación de derechos sociales y civiles, apoyada en el sector empresarial privado, que respetó, y en la nacionalización de industrias estratégicas como la de hidrocarburos. Pero el poder seduce cual vicio mortal. Para ello, violó su propio compromiso de no aspirar a la reelección si, como ocurrió, el “no” se imponía en la consulta ciudadana que él propuso en febrero de 2016 para aspirar a seguir reeligiéndose, por 4ª vez, como presidente.
Populismo autoritario, carácter “irreversible” de su revolución, actitud mesiánica, carismática y personalista del líder, convertido en nuevo caudillo; movilización permanente de masas basada en una dicotomía de lo social que enfrenta forzosamente a pobres contra ricos, citadinos y sectores rurales, indios contra blancos, patriotas y apátridas, etc.; necesidad de la reelección indefinida para asegurar la hegemonía y permanencia de su poder; coacción o prebendas para someter todos los poderes públicos, legislativo, judicial, electoral, a los intereses del ejecutivo, sin posibilidad de contrapeso ni independencia de poderes, y organización de grupos de choque paramilitares con el concurso de agentes extranjeros y la protección del poder ejecutivo para la agitación y el vandalismo, considerados como “actos revolucionarios”.
Lo único que no logró afianzar Evo Morales fue el militarismo propio del proyecto político chavista que dio origen al socialismo del siglo XXI.
Por eso, el Alto Mando Militar en Bolivia mantuvo, en medio de la crisis y el vacío de poder, una conducta institucionalista y apegada a la Constitución y a la Ley Orgánica de las Fuerzas Armadas, siguiendo su artículo 20, así como el reconocimiento de la legitimidad de la presidente transitoria de la república, Jeanine Áñez.