Ex recluso del Cepella: Pensamos que íbamos a protestar por las visitas
Según el relato de «Hernán» y de otras personas que estuvieron en el Cepella, dentro había al menos cuatro tiendas de ropa, propiedad de los hombres con dinero que podían emprender en el negocio; canchas de fútbol; un cine en el que a través de un videobeam se proyectaban las películas de cartelera, tres abastos, tres discotecas y dos tascas donde no se cobraba la entrada sino el consumo
Texto: Mariangel Moro Colmenárez
Poco después de las 9:30 a.m. del viernes 1° de Mayo, la población penal recibió la orden irrefutable del “Pran”: llegar hasta «la tela», el espacio ubicado justo antes del área de prevención del Centro Penitenciario de Los Llanos (Cepella), en Guanare, ciudad capital de Portuguesa.
El penal cumplía un mes y 13 días sin recibir visitas de los familiares de los más de 2.300 presos ahí recluidos. Tras la cuarentena social y obligatoria decretada por la administración de Nicolás Maduro, el mismo 13 de marzo que fue anunciado el primer caso de COVID-19 en Venezuela, se suspendió el ingreso de personas ajenas a la cárcel. Solo “Olivo”, considerado el líder negativo del lugar, seguía teniendo ese privilegio.
La suspensión de las visitas había puesto difícil el acceso a los alimentos por parte de los familiares para los reos. Las mujeres y madres de quienes permanecían recluidos en el lugar ya no viajaban consecutivamente por la falta de transporte público, debido a la escasez de gasolina y a las restricciones de traslado de estado a estado. Los presos no estaban recibiendo lo que muchos de ellos consideran sagrado: “la comida de maíta”.
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Viajando en algunas busetas en las que organizaban excursiones desde ciudades cercanas, los familiares de los reclusos podían llegar al menos una vez a la semana. Estos días aprovechaban para llevarles comidas preparadas y también sin preparar. Tener que revisar uno a uno los sacos donde movilizaban los alimentos, y por alguna otra razón, empezó a demorar el proceso de entrega a cada uno de los reos.
Los alimentos cocinados: granos, sopas, pollo con arroz, entre otros, llegaban a manos de los internos en mal estado, piches por el sol que llevaban durante al menos seis horas antes de que la recibieran los privados de libertad.
El llamado “a la tela” que hiciera ese viernes el pran hizo suponer a los internos que se debía al reclamo por la pérdida de las comidas cocidas por las madres y cónyuges de cada uno, como ya había ocurrido en ocasiones anteriores cuando también había que quejarse con quienes se encargaban de la custodia del centro penitenciario, comenta «Hernán», a quien se le ha dado este nombre tras solicitar, por su seguridad, reservar su verdadera identidad.
«Hernán» fue uno de los 217 reclusos que quedaron en libertad bajo el régimen de confianza tutelado, beneficios otorgados por el Poder Judicial de Portuguesa y el despacho del Ministerio de Servicios Penitenciarios 13 días después de los hechos violentos que, según la administración de Nicolás Maduro, dejaron 47 muertos y más de 70 heridos.
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Esa cifra de fallecidos y lesionados como resultado de lo que organizaciones de defensa de los derechos humanos de Venezuela y el mundo han calificado como una masacre, no es nada parecida a lo que el ex convicto recuerda haber visto en un solo episodio de sus años en el Cepella. Este, de acuerdo con su vivencia, no ha sido el más duro que le tocó, pero sí donde vio a más personas quedar sin vida. Sus cuentas no coinciden con las oficiales.
«Hernán» –que ingresó con 17 años al penal– era parte del grupo que se encontraba en el área administrativa y los primeros que atendieron la orden de “Olivo” de «ir hacia la tela».
“Estábamos molestos. Sabíamos el sacrificio que hacían en nuestras casas para llevarnos la comida y no era justo que se perdiera lo más sagrado para nosotros, la comida de ‘maíta’, la más sabrosa, la que ellas mismas preparan para nosotros. Cuando ya llegaban a nuestras manos estaban fermentadas, piche, pues”, cuenta.
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