¿Fascismo de izquierda? Una mirada al régimen chavo-madurista, por Humberto García L.
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Al final de una larga entrevista, el historiador argentino, Federico Finchelstein, especializado en el estudio del fascismo, tanto en sus expresiones clásicas como en las contemporáneas, y autor de varios libros sobre el tema, descarta el término, «fascismo de izquierda», para referirse a regímenes como el de Maduro . Siendo su ideología inherentemente de derecha, un fascismo de izquierda no tendría sentido.
Esta opinión contrasta con la de muchos otros analistas para quienes el fascismo –comoquiera que lo definamos– no posee una ideología distintiva. Recordemos para empezar a Umberto Eco. Consideraba al fascismo como un fenómeno propio de la Italia de Mussolini, sin doctrina específica, sino guiado por un pragmatismo ecléctico. No existía ninguna «ideología fascista» que inspirase movimientos parecidos en otros países. Estas similitudes las englobó en su escrito, bajo la fórmula de «Ur-fascismo» . Diversos movimientos «proto-fascistas» responderían a resentimientos particulares, enraizados en experiencias de sociedades distintas. No obedecerían a una doctrina única, común, como en el caso del comunismo.
Sin embargo, compartieron construcciones simbólicas análogas para canalizar a su favor, políticamente, este resentimiento. Ello permite a otros autores hablar de un «fascismo genérico», caracterizado por un conjunto de elementos comunes que aparecen, bajo formas distintas, en estos movimientos.
Ha perdurado, empero, la definición estalinista del fascismo como enemigo antagónico del comunismo, a pesar de sus afinidades totalitarias, por lo que –también para Finchelstein– no podía ser de izquierda.
¿Y a qué vienen estas disquisiciones teóricas? La perspectiva de un «fascismo genérico» contribuye mucho a entender el fenómeno chavista, aún cobijado de «izquierda». Permite, a su vez, elaborar un argumento crítico sobre la actitud de algunos gobiernos de izquierda –hoy en auge en la región– con respecto a su relación con los gobiernos de Maduro y de Daniel Ortega. Asimismo, un examen serio de este tema rescata al fascismo como categoría de análisis, que ha sido tan banalizado por la izquierda estalinista como simple epíteto descalificador de quienes esgrimiesen posiciones contrarias.
El liderazgo carismático de Chávez encaja claramente con la definición de fascismo genérico. Invocó la épica emancipadora para exacerbar fibras chauvinistas, cebando su discurso en la denuncia populista de las élites gobernantes –la oligarquía criolla– que habían traicionado los sueños de Bolívar. Eran enemigos de Venezuela, al servicio del imperialismo de ayer y de hoy. Como heredero autoproclamado del Libertador, encabezaría la lucha redentora del Pueblo noble y patriota contra estos apátridas.
Su política tomó la forma de una guerra, salpicada de términos militares y de un lenguaje de odio para atizar la violencia contra aquellos por parte de sus bandas de choque camisa-roja. Buscó legitimar, ante sus partidarios, la discriminación, desde el Estado, de quienes no comulgaban con su prédica visionaria: al enfrentarse a Chávez, no podían ser Pueblo. Como en el fascismo clásico, su prédica se condimentó con el culto a la muerte, «patria, socialismo o muerte» y propició la supremacía de lo militar. La obsecuencia y lealtad absoluta a su persona fue exigido como criterio sine qua non para participar en el destino glorioso que depararía su lucha –la construcción del Hombre Nuevo. Ello habría de eliminar toda manifestación ciudadana autónoma para subsumirla en una masa uniformemente «revolucionaria».
La deriva de la prédica chavista hacia cánones comunistas, bajo la tutela de Fidel Castro, ejemplifica cómo discursos que pregonan «verdades» muy distintas a las del fascismo clásico –en este caso, la mitología comunista, pero también de inspiración religiosa o atávica—pueden alimentar fanatismos que desatan prácticas políticas muy parecidas. El neofascismo admite, por tanto, el concepto de «fascismo de izquierda» (la discusión de sí Chávez, en realidad, fue comunista, tendrá que esperar otro momento).
Un aspecto a destacar del fascismo es su necesidad de mantener la tensión del combate para galvanizar a sus partidarios en su lucha. La lucha es su razón de ser. Nunca el enemigo es totalmente derrotado; emergerán otras amenazas; no se puede bajar la guardia ni confiar en «los otros», etc., etc. Esta vocación, por destructiva, es inherentemente revolucionaria. Le sirvió muy bien a Chávez para desmantelar la institucionalidad del Estado de derecho que constreñían su ambición de poder. Llenó el vacío resultante con su poder personal, omnímodo y discrecional, que no admitía disidencia alguna. La revolución era él.
Al ocupar la presidencia Maduro, continuó con la labor destructiva de su mentor. Se afincó en violentar el ordenamiento constitucional para anular a la Asamblea Nacional, en manos opositoras. A diferencia de aquél, empero, no gozaba ni del carisma ni de la ascendencia política (ni militar) para sustituirlo con su poder personal.
Acudió a aquellos estamentos militares quienes, encandilados por el discurso patriotero de Chávez, habían adquirido creciente coprotagonismo en lo que resultó, en realidad, un proceso de traición a la patria. Terminaron por ocupar el poder. Pero como ya no les movían fantasías redentoras, bastante desprestigiadas, se fueron adueñando de importantes puestos sobre la economía. Los llevó a consolidar una institucionalidad paralela, afianzada en las jerarquías y estructuras castrenses, que proporcionase ciertas seguridades a sus empeños. Y, junto a los enchufados civiles, cual mafias de película, coincidían en la conveniencia de contar con un marco de «normalización» que permitiese lavar sus fortunas mal habidas.
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Fueron inclinándose hacia posiciones propias de las dictaduras militares tradicionales, interesadas en evitar zozobras que pudieran afectar su dominio. No obstante, al carecer de las garantías de un Estado de derecho capaz de generar confianza, estabilizar los precios, atraer inversiones y generar empleo productivo, el «arreglo» económico fue haciendo agua. Hoy estamos, de nuevo, a las puertas de un proceso hiperinflacionario, con terribles consecuencias para la población.
Emerge, entonces, un equilibrio precario de poder entre quienes les interesa cierta estabilidad, con la esencia propiamente disruptiva del fascismo, en cuyo vértice intenta balancearse Maduro. Diosdado Cabello excita adrede reflejos fascistoides con el proyecto de ley en contra de las ONG, para pescar en río revuelto ante la coyuntura presentada. Aparece una «Misión de Verdad» (¡!) para estigmatizarlas por no comulgar con la única verdad aceptable. Desde el Ejecutivo se acentúa la arremetida en contra de los medios de comunicación. Reaparecen bandas fascistas para amenazar a quienes salen a la calle exigiendo un salario digno porque no aguantan más. Y Maduro, tratando de complacer a todos, vuelve a denunciar a las sanciones impuestas por EE.UU. como escapatoria. El desbarajuste de las fuerzas opositoras, notoria luego de la defenestración –sin estrategia alternativa–de la presidencia interina, le tiende la cama a quienes piensan que es el momento propicio para «aniquilar al enemigo».
La idea de la política como una guerra contrasta con la estabilidad procurada por quienes buscan salvaguardar sus intereses. Estas contradicciones deben ayudar a asentar una estrategia más efectiva para la recuperación de la democracia. De reactivarse la negociación en México, ¿Podrá aspirarse a que surjan posturas más abiertas al retorno al ordenamiento constitucional dentro del oficialismo? ¿Qué hace falta para que ocurriese? Suponiendo el interés de un chavismo no fascista en estabilizar su situación, ¿Estaría dispuesto a acompañar a la oposición en la restitución de la institucionalidad democrática? ¿Cómo combinar ello con las aspiraciones de mejora y de justicia de las mayorías?
Finalmente, es menester denunciar que, detrás de ese antiimperialismo pleno de clichés revolucionarios, se ampara una dictadura primitiva que, en reacción a las conquistas de la democracia liberal en el mundo de hoy, busca aliarse con despotismos criminales, negadores de derechos humanos fundamentales, como los de Putin, Cuba e Irán. No es posible que algunos gobiernos de la región que se consideran de izquierda continúen alcahueteando regímenes represivos y torturadores, verdugos de la libertad.
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Humberto García Larralde es economista, Individuo de Número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Profesor (j) de la Universidad Central de Venezuela.
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