Gracias, Transmilenio de Bogotá, por Reuben Morales
Cada vez que paso frente a un concesionario de automóviles, me doy cuenta de que el mejor estímulo para comprarme uno, no es la idea de desplazarme con libertad, ni la publicidad de los últimos modelos. El mejor estímulo es salir de ese modelo anterior que me lleva y me trae, pero que ya no soporto: el Transmilenio de Bogotá.
Es que esa motivación empieza cada vez que llega la unidad y me monto utilizando una mano para agarrar una baranda, mientras que con la otra voy aguantando mi celular en el bolsillo para asegurar que nadie me lo robe. Por esto, las marcas de celulares sacaron los relojes inteligentes. Para que a través de ese dispositivo te enteres de qué pasa en tu celular de una forma más disimulada. Y a medida en que crezca la inseguridad, llegaremos a ese día en donde tendremos un dispositivo sublingual que vibre para avisarnos que veamos a través de unos lentes de contacto especiales que nos avisan que debemos escuchar unos audífonos inalámbricos, que nos avisen que debemos ver el reloj inteligente, que nos avise que está entrando una llamada al celular para avisarnos que debemos la cuota de la tarjeta con la que pagamos todos los dispositivos anteriores.
Pero sólo así evitamos que un ladrón meta la mano desde afuera y nos robe el celular. Una modalidad de robo en donde una persona aprovecha cuando el bus está detenido para usar la rueda de éste como escalón para impulsarse, saltar, meter la mano por la ventana y agarrar un teléfono. No sé qué están esperando para reclutar a estos hampones y ponerlos en la competencia de clavadas del juego de las estrellas de la NBA.
Aunque la manera que he conseguido para utilizar algo de tecnología en mis viajes en el Transmilenio, es que aprovecho mi estatura de 1,92 metros para mirar hacia abajo y leer los chats en los celulares de la gente. Me he encontrado con personas que nos hacen creer que tienen vista 20/20, cuando en sus celulares usan letra tamaño 375. Aunque el otro día vi a una mujer que se despidió de su novio en una estación y, apenas subió al vagón, sacó su celular y comenzó a chatear con el amante.
Otro de mis pasatiempos favoritos en el Transmilenio es el de descifrar el lenguaje de señas de los conductores de autobús. Un particular conjunto de morisquetas corporales que usan los choferes cuando se topan con otro colega en un semáforo. De tanto verlos, ya aprendí a interpretar mensajes como “Una vuelta más y me voy para la casa”, “Esta unidad está desalineada” y “Me pegaron las cervecitas que me bebí antes de este viaje”.
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Pero el pasatiempo se ve interrumpido cuando finalmente consigo una silla para sentarme. Aunque en Bogotá uno no debe sentarse en la silla de una vez porque puedes pasar por cochino. Es que acá existe una extraña costumbre en donde nadie se sienta inmediatamente en una silla que acaban de desocupar. Primero la dejan enfriar para que se le quite el calor “glutiniano” del otro ¿Por qué harán esto? ¿Para no sentir que “culean” con un desconocido? ¿Para que no les dé hemorroides? No sé, pero con el acostumbrado frío de Bogotá las dos cosas que más aprecio de esta ciudad son un asiento tibio en el Transmilenio y cuando un familiar me deja calientico el aro del inodoro.
Una vez sucedió que un señor me dio la silla porque me vio acompañado de mi hijo y varios bolsos. Al sentarnos, nos miró molesto y dijo:
– ¿No me va a dar algo?
-No -le dije.
-Ay, mire que yo soy de la punta del cerro de Ciudad Bolívar -el barrio más peligroso de Bogotá.
-¿Ah, sí?… Pues yo soy venezolano.
Inmediatamente se fue, pues supo que, en esa escala involutiva de marginados bogotanos, mi condición le ganaba por una goleada.
Estar ya sentado dentro del Transmilenio brinda otros grandes beneficios, además del descansar. Por ejemplo, un día vi a un vendedor que de zarcillo usaba un candado de maleta. Lamentablemente no pude concentrarme en la irreverencia de su moda ya que no dejaba de pensar:
¿Y no era mejor un candado de combinación? ¿Y si bota la llave? ¿No le dará pena llamar a un cerrajero y decirle que venga a abrir un candado que tiene en la oreja?”.
Otro día, nos amenizó el viaje un saxofonista tocando el clásico de jazz “Take five” con el fin de ofrecer sus servicios en eventos privados. Algo parecido a escuchar reggaetón en un convento. Aunque yo aprecié el gesto, creo que este músico podría lograr que alguien lo contrate si compra un boleto y toca eso mismo, pero en el pasillo de un avión de Air France.
También vi el caso de un hombre que se subió a pedir dinero diciendo esto: “Amigos, por favor colabórenme. Soy padre soltero porque mi esposa falleció recientemente. Y yo estoy claro, así como ustedes, de que las mujeres son fastidiosas, intensas, bipolares y dramáticas, pero créanme: el día que no la tengan, la van a extrañar”. Obviamente las mujeres del vagón no le dieron plata (y yo tampoco, pero para que no me tildaran de machista).
Por todo esto es que me termina resultando difícil no sentir cierta tristeza cuando ya se va acercando mi estación y me toca abandonar el vagón del Transmilenio. Es que no es fácil. Uno queda realmente conmovido, además de agradecido, por haber recibido tanta diversión y de gratis. Pobrecita esa gente que tiene automóvil.
Reuben Morales es comediante, profesor de stand up comedy y escritor de humor.