Guerra a Muerte, por Teodoro Petkoff
El trípode sobre el cual descansa la prevención y represión del delito es el compuesto por la policía, los tribunales y las cárceles. El deterioro y la degradación de cada uno de estos instrumentos de la lucha contra la delincuencia los transforma en su opuesto; los transforma en factores criminógenos, es decir, generadores de criminalidad. Cárceles infernales como las nuestras no castigan ni regeneran; tribunales corrompidos y lentos como los nuestros destruyen la confianza en la justicia y favorecen soluciones extrajudiciales, con mucha frecuencia poco o nada lícitas. Cuerpos policiales ineficientes, mal dotados, peor pagados, defectuosamente formados, no solamente no pueden cumplir adecuadamente con sus funciones específicas sino que alimentan la peligrosa tendencia social a la justicia por mano propia.
Las cifras son elocuentes. En 1986 la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes fue en el país de 8 y en Caracas de 13. En 2002 los números son aterradores: 42 y 133, respectivamente, según estadísticas del Ministerio de Interior y Justicia. La primera se multiplicó por cinco y la segunda por 10. Todo esto nos coloca, según datos internacionales, entre los cinco países más violentos del mundo. De acuerdo con los expertos, una tasa de homicidios por cien mil habitantes superior a 10 habla de un problema grave. En Venezuela, ya lo apuntamos, el año pasado fue de 42, contra 7 en Estados Unidos y 0.5 en España.
¿Qué dice esto? Varias cosas. Una, que la descomposición social crece exponencialmente y con ella la violencia llamada “horizontal”, la violencia entre los mismos habitantes. Otra, que muchos homicidios se producen por las guerras entre pandillas delictivas por control de territorio o ajuste de cuentas vinculadas al narcotráfico, pero, según lo muestran también las cifras, la mayor parte ocurre como consecuencia de riñas o pleitos personales.
En otras palabras, en un país donde la población desconfía de la policía y de la justicia, crece la tendencia a la solución violenta, muchas veces mortal, de los conflictos.
Esto lo evidencia también el incremento, que ya ni siquiera es noticioso de tan banal que se ha vuelto, de los linchamientos de malandros; terrible forma de “justicia” popular que acusa a todo un sistema colapsado de prevención y represión del delito.
En 2002 se produjeron en el país 9.617 homicidios, de los cuales 2.436 tuvieron lugar en Caracas. ¿Cuántos de los homicidas fueron capturados y llevados a juicio? El porcentaje es ínfimo.
Muchos de esos casos ni siquiera son investigados. La policía tiene una formulita sacramental para salirse del paso: ajuste de cuentas entre bandas.
Esos muertos no tienen dolientes. En otros casos, cuando hay solución policial, no la hay judicial. Resultado: impunidad y su lógico correlato, más violencia y el recurso a las vías de hecho para procurarse una reparación que las instituciones de la sociedad no garantizan. Por cierto, y como mero dato ilustrativo de un fracaso dramático, mientras la tasa de homicidios tomó doce años para duplicarse entre 1986 y 1998 (de 8 a 20), sólo necesitó cinco para doblarse entre 1998 y 2002 (de 20 a 42). Coincidencialmente los cuatro años de la revolución bonita. ¡Viva Chávez!