Guolfan, por Simón Boccanegra
A Faitha
Murió ayer Wolfgang Larrázabal a la inusual edad de 92 años.
“Guolfan” pronunciaba la gente, con cariño. Y “Guolfan” se llaman hoy muchos venezolanos cuyos padres jamás los habrían bautizado con un nombre tan rabiosamente germánico de no ser porque en 1958 el almirante Wolfgang Larrazábal Ugueto fue uno de nuestros héroes nacionales. Cada vez que encuentro un “Guolfan” por ahí le pregunto cuándo nació. Es inmancable:
1958 o 1959. Es el homenaje que los venezolanos agradecidos rendían a aquel hombre sencillo y amable, que presidió con bonhomía y sensatez la transición que siguió al derrocamiento de Pérez Jiménez. Llegó a esa posición por azar: era el oficial de mayor antigüedad, pero Wolfgang Larrazábal borró, en pocos meses, con naturalidad, con modestia, con su envolvente y cálida simpatía, las aprensiones que rodeaban al mundo castrense en un país que venía saliendo de una dictadura de las Fuerzas Armadas. Incursionó luego en la política, sin mucha fortuna, pero nunca dejó de ser la referencia civilista y civilizada, democrática y popular, que construyó en los doce fulgurantes meses en que actuó como la primera figura política del país. Seguramente esperó la muerte con el sereno talante que le fue propio y se fue sin dejar rencores. Que no es poco decir.