Habló Morella León López, una de las víctimas del «monstruo de Maracay»
Por 31 años fue víctima de violencia física, psicológica y sexual ocasionada por Matías Enrique Salazar Moure. Seis semanas después de que Morella escapó de su captor habla por primera vez, en exclusiva para Crónica Uno
Texto: Yohanna Marra / Crónica Uno
Durante unos minutos estuvo parada frente a la puerta viendo fijamente el manojo de ocho llaves. Perderse un detalle significaría una golpiza. Estaban en la bisagra superior de la entrada del apartamento C-43. Memorizó la dirección de los dientecitos de cada una de ellas y en qué forma estaba el aro, por si debía regresarlas a su lugar. Las tomó.
Con mucho cuidado probó cada una en la cerradura. Abrió. La brisa escasa del pasillo de la torre C le rozó el rostro, el silencio la obligaba a ser más cuidadosa. Era el turno de la reja, nunca había estado tan cerca de ella. Vio las dos cerraduras y el pasador en la parte superior, que le costó halar con sus manos débiles.
Morella León López abrió la reja. El 24 de enero de 2020 la luz del sol tocó su piel otra vez. Por primera vez en los 18 años que tenía cautiva en el Conjunto Residencial Los Mangos, en Maracay (Aragua), saboreaba su libertad. Matías Enrique Salazar Moure la raptó durante 31 años, la alejó de su familia, la convirtió en su esclava sexual y la sometió con violencia física y psicológica.
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Mide un metro 48 centímetros y tiene el peso de un niño de 11 años: 38 kilos. Sus negros rizos cortos los ata con una cola, siguiendo aún la costumbre impuesta por su captor y dejando ver arriba de su frente algunos destellos grises. Su piel es muy pálida y en sus delgadas manos llaman la atención las venas pronunciadas. Dos curvas gruesas enmarcan las comisuras de sus labios.
Cumplió 50 años este sábado 7 de marzo de 2020. Desde los 18 no celebraba un cumpleaños en familia, en ese entonces llegó de noche a su casa donde la esperaban sus hermanas y su madre con una torta casera. Había estado todo el día con su novio Matías en Maracay.
En cautiverio Matías no le llevó tortas, tampoco la felicitó. Excepto dos veces, en 2007 y 2009. En la última ocasión se equivocó de fecha y la felicitó el 9 de marzo.
Cerró ambas puertas con cuidado y se devolvió al cuarto. Se vistió. Se puso un pantalón negro, que no se ajustaba a su delgadez, una camisa y unos zapatos deportivos blancos. Regresó a la puerta y repitió el procedimiento con la misma cautela que al principio.
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“Yo solo le pedí dos cosas a Dios: que las llaves abrieran y que no salieran los vecinos, porque si solo abría la puerta y no la reja, y alguien me veía, eso iba a ser una paliza segura para mí”, Morella habla con un tono moderado pero con bastante seguridad.
En dos oportunidades Matías la castigó por tomar las llaves. La primera vez, Morella las sacó de un clavito colgado en la pared. La curiosidad la llevó a probarlas, pero no abrieron. Igual no pretendía salir porque era la orden que él le había dado.
Ocurrió en un apartamento del centro de Maracay, donde estuvo cautiva los primeros años. Ahí comenzó a vivir el horror en carne propia cuando Matías la golpeaba en el pecho con sus nudillos y la ahorcaba hasta hacerla perder el conocimiento.
‘¿Por qué agarraste las llaves?’, me dijo muy molesto. Me tomó por los brazos y me paró frente a ellas. Me repetía por qué las había agarrado y me decía que no tenía nada que hacer en la calle. Esa fue la primera paliza que recibí por las llaves. Fue una pelea muy fea, me sorprendía que supiera cómo las había tomado, no sabía cómo lo hizo”.
La segunda vez solo limpió el manojo y Matías se dio cuenta, para ese momento estaba recluida en otro apartamento en el sector Los Samanes. La tomó por el cabello. Con una sola mano, que triplica a la contextura de Morella, la agarró por el cuello y le clavó sus dedos en la piel.
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Me ponía boca arriba en el colchón, con una pierna neutralizaba uno de mis brazos y con una mano me agarraba por el cuello hasta casi asfixiarme. Cuando yo intentaba quitarle su mano él simplemente me agarraba la muñeca. Con una almohada me tapaba la cara para que nadie me escuchara y me decía: ‘Tienes que entender que debes hacer lo que yo te digo ¿no ves que las cosas salen bien cuando lo haces?’”.
Por temor a recibir otra paliza Morella no tomó más unas llaves, tampoco tenía la certeza de que abrieran. Esta vez estaban en el apartamento de Los Mangos, las dejó ahí en junio de 2019.
Matías la controlaba, la manejaba desde el miedo. Ella no entendía cómo él se percataba de sus movimientos, pero aprendió a velar sus pasos: por eso antes de escapar el 20 de enero se grabó minuciosamente cada detalle del manojo de llaves.
A las llaves les podía caer polvo y telarañas y yo las dejaba así. Me daba pánico tocarlas, tampoco imaginé que las que estaban en Los Mangos abrían porque en el apartamento del centro no abrieron”.
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