Hijos de tantas lágrimas, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
A mi María Magdalena, en sus quince años.
«Hoy vas a conocer un nuevo tipo de angustia que no te abandonará jamás». Cada décima que en el termómetro marque por encima de los 37, 5 grados, cada «x» que toque despejar en el examen de matemáticas, cada lágrima que corra por su rostro, cada hora más que pase sin que mi María Magdalena llegue a casa, vienen a ratificarme una y otra vez lo que mi mentor y maestro, Emeterio Gómez, me dijo aquel 28 de abril de 2008 en el que ella nació y que no olvidaré más nunca. Será por eso que siempre he sentido al hijo del otro también un poco mío, como que las angustias de sus padres habrán de ser, seguramente, las mismas que todos los días yo mismo vivo.
Con frecuencia mi memoria evoca la imagen dolorosa del cadáver del pequeño bebé sirio arrastrado por las olas hasta una playa en la isla griega de Cos – irónicamente, la isla de Hipócrates– que la suya, una familia desesperada por encontrar refugio tras huir del horror de su país, trató de alcanzar a bordo de una débil barca sin contar con que Europa – culta, rica y blanca– les abandonaría en medio del mar a su suerte.
Por cosas así me «reviento» al límite en el ejercicio de la docencia, persuadido de los esfuerzos que tantos padres hacen para que el hijo pueda ir a la universidad. Y por eso mismo será también que los «aprieto duro» en los exámenes, buscando no solo que demuestren lo aprendido, sino también que valoren y merezcan los inmensos sacrificios de sus padres que hacen posible que cada mañana vengan a clases desayunados, con los libros bajo el brazo y luciendo planchada e impecable la bata blanca.
Y por eso mismo me detengo a contemplar con solidaridad y profundo respeto la cabezada que al borde de la cama del hijo enfermo descansa por breves instantes al extenuado padre o madre que le cuida en esta triste sala de hospital, como me conmuevo también hasta la médula con el estallido en llanto de aquellos a quienes la vida pone en el trance terrible de cerrar los ojos al hijo muerto. ¡Cómo olvidar las imágenes de Mohamad Merhi, el padre mil veces humillado por el poder en Venezuela, que clamó inútilmente justicia ante el mundo por el hijo asesinado el 11 de abril! ¡Cómo puede no conmoverse uno ante la escena de José Gregorio y Elvira Pernalete, rotos de dolor frente el cadáver del muchacho alegre de rostro bondadoso que una mañana, dejando de lado el balón de baloncesto, se echó a la calle a luchar por la libertad de su país y nunca más regresó a casa! No puede haber en el mundo dolor más grande que ése.
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No se me atormente con elucubraciones gestálticas ni con «constelaciones» que en vano tratan de convencernos de que es posible vivir la paternidad sin dolor. En sus «Confesiones», Agustín, el santo de Hipona, nos cuenta la profunda angustia de su madre, Santa Mónica, ante las rubieras, errores y vicios del muchacho:
«.. ¡así Dios te dé vida!, que no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas» (conf. 3, 21)
Será por eso que, mientras velo el sueño tranquilo de mi María Magdalena, mi espíritu sale a abrazar a los de todos aquellos padres que gimen en silencio por sus hijos: por los de Fernando Albán y Juan Pablo Pernalete, por los de Génesis Carmona, Robert Redman y Bassil Da Costa; por Mohamad Merhi y por todos los que en la Venezuela envilecida y sin memoria en la que nos hemos convertido aprietan entre sus manos las cuentas del rosario en permanente oración por el muchacho ausente. Como me uno también a los que, pegados de la pantalla de un teléfono, esperan llorosos por las noches la llamada del que se les marchó, mochila al hombro, buscando el futuro que Venezuela le negó.
No hay hijo venezolano que no duela como si fuera propio. Porque todos son hijos de nuestras lágrimas; de esa angustia que nos capturó el alma el día que nacieron y que en nosotros habrá de permanecer viva para siempre.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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