Incitatus, por José Domingo Blanco
Autor: José Domingo Blanco | @mingo_1 | mingoblancotv
Las clases de Historia Universal que nos daba el padre José Antonio, en el Colegio Cristo Rey, tenían la particularidad de atornillarse en la memoria de quienes cursábamos la materia con ese profesor. No sólo por lo estricto que era, sino, además, cada clase se convertía en una especie de programa de televisión en vivo, en el cual él era el moderador y nosotros, divididos en dos bandos, debatíamos el tema que ponía en el tapete. El asunto es que teníamos que argumentar – a favor o en contra– y el padre José Antonio intervenía cuando la discusión se acaloraba o para aportar más información. Y esa metodología, muy utilizada en los debates de los modelos de las Naciones Unidas, la Asamblea Nacional o Tribunales de Justicia (civilizados y democráticos, valga destacar) contribuía a que la información nos quedara como cultura general, para siempre.
De estos relatos de historia del padre José Antonio, jamás pude olvidar uno en particular: el día que nos contó de Incitatus, el caballo consentido de Calígula; su purasangre de carreras favorito al que el cruel emperador hizo cónsul. Así como están leyendo: le otorgó un cargo público de mucha importancia para que lo acompañara a regir el destino del Antiguo Imperio Romano.
Era tanta la devoción –y locura– de Calígula por su caballo que no escatimó en rodearlo de lujos y mimos. Tanto así que, algunos historiadores aseguran que Incitatus tenía reservada no una yegua, sino una hermosa mujer de la alta sociedad, para los momentos en los que se le antojase copular. Así de retorcido era Calígula. A ese nivel llegaron las extravagancias y excesos del Emperador. Pero, no deberíamos sorprendernos porque la historia está repleta de locos con delirio de grandeza, que llegan a creerse dioses –y hasta reencarnaciones de héroes patrios– que han vuelto a nacer para cumplir con una nueva misión en la tierra. Maniáticos a los que nunca les han faltado los aduladores de oficio que se hacen eco de las excentricidades con tal de gozar de los beneficios que pueda proporcionarle el perturbado que tiene el poder.
El asunto es que Incitatus, la mascota amada de Calígula, obtuvo su cargo público con el consentimiento del Senado del Imperio Romano que, supongo, estaba fascinado por el hecho de que un “animal” formara parte del gabinete.
A esos extremos llegan los serviles con tal de permanecer dentro del círculo de autoridad. La historia está llena de casos similares o parecidos. Es más, sin irnos tan lejos, aquí en nuestro país, hubo una época en que una morrocoya era noticia. Siempre hay fanáticos, sin sentido del ridículo, para quienes aplaudir las insolencias de su gobernante en jefe es garantía de gracias.
Pero, no se quedaba allí el padre José Antonio cuando hablaba de Incitatus: recuerdo que decía que era tan mimado que su comida era rociada con escamas de oro, lo vestían con mantos púrpura –el color exclusivo de la corte imperial– y le adornaban con collares repletos de piedras preciosas. Sin importar que el pueblo romano estuviese padeciendo carencias y pobreza producto de la malversación de Calígula, quien agotó las reservas financieras del Imperio para satisfacer ese y otros caprichos.
¿Qué tiene el poder que encumbra a quien lo posee? ¿Por qué atrae, como la luz a las polillas, a los aprovechadores? ¿Llega a enviciar de tal manera que genera delirios de grandeza y supremacía? ¿Puede el poder corromper incluso al más recto y decente de los ciudadanos? ¿Cuántos Incitatus están en la nómina de la nación?
Me cuenta un amigo venezolano, que arribó hace poco al país que, en días pasados, tuvo que hacer unos trámites en un organismo público, en pleno centro de Caracas, en lo que definió como “el corazón del Poder Mismo”. Su primera impresión, luego de mucho tiempo sin venir a Venezuela, y menos aún ir a los confines de la Plaza Caracas, fue reencontrarse con un trozo de ciudad que suponía impecable y preservado por el simple hecho de ser el punto donde convergen los organismos del régimen; pero, no. Todo lo contrario: chocó de frente con la inmundicia, el deterioro y la fetidez de las calles. Incluso la delincuencia en el terminal de Río Tuy, donde la oscuridad que reina en las entrañas de las Torres de El Silencio, es la mejor cómplice de las fechorías y arrebatos de carteras. Superada la primera impresión, se armó de valor y se echó a la aventura de ir de una oficina a otra, buscando una solución a su sencillo problema que, en cualquier otro país normal, hubiera resuelto por internet. Sin embargo, le tocó enfrentarse a la furia, desprecio y altanería de funcionarios públicos sin mayor rango; pero, que, en sus micro feudos, son la máxima autoridad. Fue de puerta en puerta, de cola en cola, de grito en grito, hasta que al final, en un pequeño despacho, con una humildad y amabilidad inusual en un funcionario público, un muchacho muy educado, “sin duda, profesional” según mi amigo, se sentó en la computadora, colocó el número de su cédula, escribió algunas cosas y le resolvió el problema. “Así es cómo deberían trabajar los servidores públicos, no como los otros que se comportaron como animales” –enfatiza para descargar su rabia… Y yo, irremediablemente, en cuestión de segundos, recordé a Incitatus.
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