Navidad en China, historia de un año nuevo
El gigante asiático no celebra el nacimiento del Niño Jesús y Santa Claus es solo un figurín del comercio. El foco está en la llegada del año nuevo, lleno de pirotecnia
Autor: Carola Leal
Si tuviera que describir la celebración del año nuevo en Pekín en apenas un par de líneas, diría que es una descarga sucesiva de explosiones que ilumina el cielo por, al menos, media hora sin pausa, aderezada con cantidades industriales de comida y bebida.
El ambiente en las vísperas es muy similar al que vivimos en nuestro 31 de diciembre venezolano: una mezcla de nostalgia, prisas y calma que acelera hacia el fin de la noche.
Contrasta con lo que se ve en las calles de la capital china en el período en que nosotros celebramos la navidad, una fecha que no existe en el calendario chino. Durante los últimos días de noviembre algunos comercios colocan árboles de navidad e imágenes de Santa Claus. Carteles bordados por luces intermitentes desean “Feliz Navidad” a los clientes que parecen ajenos al mensaje. Solo eso.
Al iniciar enero, los pinos y los barbudos escandinavos desaparecen para dar paso a la verdadera fiesta, cuando el rojo y el dorado cubren cada calle de la ciudad. Para quien vivió la navidad es una especie de déjà vu.
Atendiendo al calendario lunar, se determina el fin de año que varía y usualmente se celebra entre fines de enero y comienzos de febrero. Dos cosas marcan la fecha: el estruendo imparable de fuegos artificiales y la masiva migración de millones de personas que regresan a sus casas, algunos apenas por esta vez al año, para pasar unos días con la familia.
En 2017 según cifras de la agencia local Xinhua más de 3.000 millones de viajeros cruzaron el país durante las fiestas. Para quienes tienen la suerte de ya estar en casa, las preocupaciones son bien parecidas a las nuestras: apertrecharse de comida, bebida y fuegos artificiales, para el buen augurio.
Años atrás, invitada a una celebración de año nuevo tradicional en casa de familia, me lancé alguna prenda roja encima para atraer la buena fortuna y crucé la ciudad, ya sumergida en ese ambiente festivo que suelen crear los cohetones.
Los regalos tradicionales para contribuir con esta importantísima cena suelen ser una botella de Baijiú -el licor local y que se traduce, si mi mandarín no me falla, en “alcohol blanco” -, frutas o un viejo vino chino. Pese a la recomendación, me aparecí con chocolates y vino francés, además de los obsequios personales que, siguiendo la costumbre, fueron guardados para abrir sólo cuando la visita se fuera de casa.
No es más que entrar a la casa de los anfitriones para descubrir una mesa atiborrada de frutas, semillas y dulces. El té de jazmín se anuncia con el aroma que emana de la jarra, cuyo peculiar mecanismo de filtrado se convertirá, horas y tragos más tarde, en atracción de la noche.
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Mientras me entretenía con frutas y semillas, los anfitriones comenzaban a traer platos de la cocina. Pollo ahumado frío –que me aconsejan empezar por los muslos y cerrar con la pechuga, para la digestión-, carne guisada con vainitas, pollo guisado con pimentón, patitas de puerco frías, costillitas de puerco agridulces, coles con noodles de arroz, pescado frito, raíces de loto cocidas, y tocino frito con ajo y jengibre, plato que -según cuentan- en los años duros de China, sólo Mao Zedong tenía el privilegio de degustar.
El patriarca de la casa, con 49 años, recuerda que en décadas atrás las celebraciones eran austeras y garantizar la tradicional cena de año nuevo exigía sacrificio familiar. Medio siglo después de la famosa hambruna que cobrara unas 30 millones de vidas en China, en esta humilde casa de Pekín la preocupación es sino si habrá estómago suficiente para agradecer la hospitalidad de los anfitriones.
Servidos los platos y el té, sólo falta el alcohol. Los hombres empiezan la jornada con un licor de Mongolia con más de 50 grados de alcohol, y para las mujeres la noche inicia con vino chino.
Pasado el primer brindis, toca comer. Entre los bocados los choques de las copas van y vienen. El hijo único del patriarca explica que una forma de demostrar respeto por los otros es colocar el vaso o copa más abajo que el resto al momento de chocarlos, esto, por supuesto, termina siendo una competencia espontánea con límites impuestos por la mesa que no permite bajar ni un centímetro más los vasos.
Luego de quién sabe cuántos “gan bei” (palabra en mandarín utilizada para el brindis) noto que soy la única de la mesa que no vacía la copa en un sólo trago, y allí me advierten que “gan bei” no es similar a nuestro “salud” sino más parecido literalmente hablando a nuestro “fondo blanco”, entonces cada vez que ellos chocan cristales y gritaban al unísono “gan bei“, mi deber patrio era darle hasta al fondo.
Cuando no entraba un bocado ni una gota más, llegó la hora de preparar los dumplings, especie de empanaditas que son el plato especial de la noche. Aunque ya tienen la masa y el relleno adelantado, la elaboración es en familia, en una suerte de momento expreso de hallacas.
La variación una vez más viene impulsada por el buen augurio: se coloca una moneda dentro de uno de los pastelitos y quien coma el bocadillo premiado sabrá que tiene la suerte de su lado en este nuevo año.
No hubo conteo, ni un faltan cinco pa’ las doce. La medianoche arribó súbitamente mientras terminábamos de preparar las empanaditas, y dejamos la cocina para ir a la calle.
Todo mundo asemejaba la sensación del cañonazo chino con la de estar en un campo de guerra. Se supone que encender estos fuegos artificiales granjea buena fortuna para el año que comienza, así que patrocinada por mis anfitriones no vacilé en encender algunos morteros y cadenas de traqui-traquis.
Nadie paró. Media hora consecutiva de ¡bum! ¡bam! ¡track! ¡bum! ¡pum! ¡pam!
Con el hilo musical de los cohetones, volvimos al apartamento para comer los dumplings que ya estaban cocinados. La moneda y, con ella, la buena fortuna fueron para el hijo, a quien hace luego encontré en otro canto del mundo, casado, con una hija hermosa y un promisor trabajo en el área comercial que lo tenía girando por el mundo sin parar.
Desde aquel año nuevo, e incluso ya lejos de China, he mantenido siempre la costumbre de bajar mi copa para rendirle homenaje a mis compañeros de tragos aunque ellos no reparen del gesto, inadvertidos de mi cortesía gratuita, lo que me hace sonreír en silencio.
Aquella nochevieja y la fortuna de mi intérprete en seguida vinieron a mi cabeza y poseída por espíritus rojos y dorados lancé un par de ellas al suelo. Mi amigo reía viendo mi entusiasmo, mientras que yo pensando en el buen augurio de 2018 sonreía en silencio, así como en los brindis, como si mis anfitriones chinos estuvieran frente a mí en tácita complicidad celebrando la llegada del año del perro.
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