No es la izquierda: Son los populismos, por Rafael Uzcátegui

El debilitamiento de la institucionalidad democrática, la ausencia de independencia de los poderes públicos, cooptación del poder judicial y electoral, la extrema personalización del ejercicio del poder, la criminalización de la protesta y la disidencia, así como la erosión de la autonomía de los movimientos populares no son fenómenos exclusivos de Venezuela. Luego del fin de la Guerra Fría estas características, que describirían a cualquier gobierno como autoritario, han venido apareciendo y agravándose en diferentes países del mundo, con distintas influencias y referentes ideológicos. Situaciones similares a la dimensiones de la crisis venezolana pueden detectarse en países de la región con cierta afinidad con el chavismo, como Nicaragua o Bolivia, pero también en otras latitudes con regímenes diametralmente opuestos como Turquía y Camboya.
Si bien la crisis venezolana es consecuencia de la administración de un gobierno que reivindica el discurso y la manera de hacer –y con ello los errores- de las experiencias previas del llamado “socialismo real”, el debilitamiento del tejido democrático, y con ello las instituciones que la sociedad debe fiscalizar, no es exclusivamente adjudicable a una gestión hiper-ideologizada “de izquierda”. Entenderlo así es una simplificación que desconoce las tendencias globales del autoritarismo en expansión, del cual Donald Trump es uno de sus más recientes síntomas. No es mi intención, a estas alturas, salvar la responsabilidad de “la izquierda”, cualquiera que sea lo que entendamos bajo ese término, sino comprender lo que nos ha pasado desde una mirada diferente.
Todos los populistas son antielitistas, pero no todos los antielitistas son populistas. En otras palabras, es necesaria una reacción contra las élites pero no es una condición suficiente para el populismo. Los populistas van más allá. Hacen un reclamo moral tan radical como excluyente: que el opuesto de la élite es “el pueblo real”, al cual ellos, y sólo ellos, representan”.
La extensión de gobiernos progresistas en América Latina coincidió con la reacción de diferentes países del continente a los embates del neoliberalismo a las conquistas sociales durante la década de los 90´s. El triunfo de Hugo Chávez en Venezuela en 1998, que con los años anunció ser la vanguardia de un “Socialismo del Siglo XXI”, fue el primero de una serie de recambios burocráticos estatales que generaron amplias expectativas sobre una posible actualización de la propuesta revolucionaria del siglo anterior. Para muchos movimientos sociales y populares de la región, pero también para las organizaciones de derechos humanos, su agenda de trabajo y reivindicaciones pasó a priorizar la defensa de estos gobiernos con la esperanza que su consolidación significara un aumento de las garantías concretas para la dignidad humana. La polarización consecuente del conflicto entre el progresismo y sus críticos tuvo uno de sus asideros más importantes en las tradiciones de lucha con experiencia en la resistencia a la década neoliberal. Sin embargo, las contradicciones más evidentes del autoritarismo progresista pudieron emerger y mantenerse precisamente por la ausencia de crítica del campo popular y, lo que habría que valorar en otro momento, de organizaciones referenciales de derechos humanos latinoamericanas. El maniqueísmo izquierda-derecha obstaculizaba el cuestionamiento y era funcional a una narrativa que permitía la violación de derechos humanos por parte del progresismo. También era conceptualmente insuficiente para caracterizar y entender el fenómeno.
Uno de los diálogos más fructíferos que he tenido como defensor de derechos humanos ha sido con la ONG colombiana Dejusticia, que ha observado a Venezuela desde una posición diferente. Su experiencia de trabajo en lo que han denominado “El sur global” ha sido sistematizada en el libro “Responding to the populist challenge: A new playbook for the human rights field”, de Cesar Rodríguez y Krizna Gómez, editado inicialmente en inglés (https://bit.ly/2x03EUn) y pronto en español. “Lo que comparten los populistas contemporáneos –argumentan- no es una ideología política o económica. Vienen tanto de la derecha (Modi, Erdoğan, Putin, Trump) como de la izquierda (Maduro, Correa, Ortega). Lo que los distingue es una combinación de dos rasgos: antielitismo y antipluralismo. Todos los populistas son antielitistas, pero no todos los antielitistas son populistas. En otras palabras, es necesaria una reacción contra las élites pero no es una condición suficiente para el populismo. Los populistas van más allá. Hacen un reclamo moral tan radical como excluyente: que el opuesto de la élite es “el pueblo real”, al cual ellos, y sólo ellos, representan”.
Abstraerse de la dualidad izquierda versus derecha, permitió a Dejusticia posicionarse decididamente contra la ruptura del hilo democrático en Venezuela. “Esa es la tentación y el riesgo de los populismos –expresa su director en un artículo para El Espectador-: usar las mayorías para minar las reglas del Estado de derecho y, en últimas, las del juego democrático, entendido como la posibilidad de la alternancia en el poder”.
La respuesta a décadas de extinción de la posibilidad de alteridad puede crear condiciones para una transición, en el momento que sea, signada por el revanchismo y la discriminación inversa. Desde el año 2016 hemos abordado la legitimidad de la identidad política bolivariana, en el entendido que los violadores de derechos humanos no son franquicia de ninguna ideología. La situación venezolana no puede descontextualizarse de una mirada global, donde se detecten los patrones de los nuevos autoritarismos, cuya legitimidad de origen es el voto popular y no el golpe militar tradicional. El trabajo en más de una docena de países le ha permitido a Dejusticia concluir que “contrario a la visión de que los populistas intentan demoler las ataduras constitucionales y legales, ellos invierten un tiempo y energía significativos para hacer reformas constitucionales y legislativas que constriñan a sus oponentes (…) En nombre de la voluntad del pueblo y en nombre de la democracia, los populistas socavan los derechos humanos, y así promueven un sistema de “democracia sin derechos”.