Centenario de Bergman, por Fernando Rodríguez
Se cumple el centenario de Ingmar Bergman, uno de los mayores entre los mayores autores cinematográficos. Supongo que cada uno de sus fanáticos evocará una o algunas de sus decenas de obras. Para contestar a la caprichosa e inútil pregunta por mis preferencias, uno también tiene sus manías, diría que El séptimo sello, Persona, Fanny y Alexander.
La metafísica, nuestra inaprensible y dolorosa permanencia en la tierra y un inesperado canto a la alegría. Pero yo no voy adentrarme en ese bosque sombrío y fascinante de su obra en estas escasas líneas, prefiero recordar su aparatosa aparición en la escena del cine mundial y un momento estelar de la historia del cine donde esta se inscribe.
Eran los día del “nuevo cine”, valga decir, de la emergencia del cine de autor, mayormente europeo, con aspiraciones de ser realmente el arte de nuestro tiempo, aquel que sintetizaba a todos los otros y, además, eran los inicios de los sesenta, que quiso cambiar tanto políticamente, un espectáculo capaz de llegar y fascinar a un público inmenso e inédito, a tal punto era su poder expansivo.
Se pretendía sustituir nada menos que la hegemonía del cine americano, entonces disminuida, agotados sus “géneros” por reiteración agobiante: los westerns, las comedias bobas, los detectives omnipotentes, los dramas poco dramáticos…por un cine personalizado por una autoría similar a la de las otras artes, que ya no sería más de lo mismo, capaz de equilibrar la voluntad de trascendencia con la voracidad de la taquilla, deseo de que la belleza fuera sino hecha –algo se intentó- por lo menos consumida por muchos. Un sueño feliz y, por supuesto, sueño era.
Y realmente, por razones parecidas, hubo una eclosión de gran cine: los nuevos realistas italianos (los neoneorealistas) y sus grandes clásicos, la nouvelle vague francesa, el realismo del Este, el free cinema inglés, el incipiente cine latinoamericano, Buñuel redivivo…y un sueco insospechado, ya autor de algunos filmes, que estallaba como un niple en las pantallas de medio mundo, Bergman.
Se vio mucho y se le rindió culto como el sumo sacerdote, aquel capaz de llevar el celuloide a los más intrincados y solemnes regiones de lo humano. Aquel que se podía poner al lado de los grandes del arte universal.
Ese sueño no duró mucho, al menos como utopía, y muy pronto el cine americano, que siempre ha terminado por ganar, hoy más poderoso que nunca, también se renovó de buena y mala manera y, sobre todo, logró un éxito planetario de taquilla jamás alcanzado. Aplastando de paso los grandes cines nacionales y sus autores, sobre todo europeos, que han visto no solo minimizar su taquilla nacional sino perder sus especificidades estéticas para remedar al exitoso Imperio hollywoodense. Claro, individuales exceptuadas.
Por eso este centenario es un símbolo. La insignia imperecedera de un momento de exhaltación, pero también el desiderátum irrenunciable de un arte magnífico que no ha llegado a donde ha de llegar, a sagrados lugares estéticos como los que marcó para siempre Bergman.
Condenado por naturaleza a debatirse, como ningún otro, entre el dinero y lo sublime, el arte y la industria, el cine posiblemente viva por mucho tiempo –la tecnología y la economía lo cuantificarán- en ese perpetuo conflicto entre sus dos almas. Parte de una de ellas se conmemora en estos días.