En el callejón sin salida, por Marcel Gascón Barberá
Venezuela es en estos días un callejón sin salida. Sin salida aparente, al menos, y de ahí la frustración que nos provoca a todos los que anhelamos una solución para el país que pare el rodillo de destrucción y permita empezar a reconstruir las cosas. Desde hace años queremos imaginar que lo horrible de la situación hundirá al régimen. Por pálpitos personales, pero también siguiendo a analistas a menudo bien informados y dando crédito a las profecías irreales de los políticos, nos convencemos de que esto no puede durar.
La libertad está cerca, y hasta anticipamos el día en que habrá que ponerse a trabajar de nuevo en construir, en vez de limitarse a resistir. Pero la realidad nos da una tras otra bofetadas tremendas. Nunca pasa nada, y cuando pasa el gobierno lo controla. Se impone por la fuerza, y en cadena nacional se burla de los ilusos con cinismo y sin vergüenza.
Así se nos ha muerto casi toda la esperanza, y hasta nos creemos un poco las proclamas providenciales que Diosdado convierte en hashtag (quien se mete con Venezuela, dice él, y contesta el público: se seca). No vemos final al túnel, y como ya no nos queda nada que decir contra el gobierno la emprendemos a veces con las víctimas, a ver si así.
Como el chavismo es una roca le arreamos a Julio Borges, que es un huevo sin sal y no debió haber ido a aquel diálogo. Como si no hubiéramos tenido suficiente sal. O llamamos a Leopoldo traidor por no haberse encadenado a sus barrotes de Ramo Verde, cuando no, le gritamos corrupto a Capriles y rechazamos el martirio de Baduel porque un día estuvo con Chávez.
Esa misma ira, comprensible pero estéril, y pésimamente encaminada, ha salpicado ahora a Petkoff. Ha muerto perseguido y sin haberse plegado al régimen, coherente con la honradez y el coraje intelectual con el que renegó de una parte enorme de su vida. Pero no es suficiente para un tribunal tan elevado y agónico
No es fácil el tránsito (la estancia, más bien) por este callejón sin salida, porque han cerrado el retorno y es muy alto el precio de intentar tumbar el muro. Solo una élite espiritual heroica se atreve a seguir hasta las últimas consecuencias el mandato moral absoluto, tan íntimo como universal. Y hacer lo radicalmente correcto por encima de cálculos personales y convenciones formales, que no son más que una forma de consolación en situaciones de injusticia extrema.
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Pienso en Óscar Pérez y quienes le siguieron. En el capitán Caguaripano aún torturado a diario en La Tumba. En el general Vivas atrincherado, por supuesto, en Jesús Medina regresando pese a una detención casi segura. Y en los Baduel, Lorent, Leopoldo, Ceballos, Lozada, Pernalete, Vallenilla, Moreno y tantos otros que se expusieron por lo que era justo y fueron asesinados, represaliados o encerrados en las celdas del Sebin y la Dgcim. Incluso ellos han sufrido el escarnio, la duda y la cruel ironía cínica. Tal es el nivel de frustración, de desesperada confusión.
Son muchas las formas de reaccionar al callejón sin salida que es ahora Venezuela. Vienen determinadas por las circunstancias, por el azar a veces. Quizá sobre todo por el temperamento. Pero más allá de lo que queramos o seamos capaces de hacer ante la injusticia no parece una buena idea liarse a puñetazos entre atrapados, como no lo es erigirse en fiscales, ni encender hogueras en las que podemos arder un día si topamos, y toparemos, con héroes más valientes, o simplemente con acusadores más recios.
Para evitarlo quizá sea necesario dejar de dar por supuestos motivos espurios detrás de cada postura distinta, sobre todo cuando quienes la defienden han perdido su posición y su hacienda, su libertad e incluso su vida por asumirla