Pablo y su sonrisa, por Miro Popic
A Pimpi y Verónica
Pablo se reía bonito. Ese era su secreto. Todo lo demás lo aprendió, lo discutió y lo compartió con sus lectores, con sus amigos, con el vecino en la barra. Pero la sonrisa que nunca lo abandonó, esa, era de nacimiento. Era su estirpe. La de la gente buena, la que no necesita alzar la voz para tener razón, la de la mano siempre abierta, nunca en puño. Amigo, pues.
Cuando lo conocí creo que nos tomamos un vaso de vino chileno y reímos, debe haber sido así. La última vez que lo vi le llevé guayabas verdes que le iban bien para compensar la quimio. Volvió a sonreír dentro de su fragilidad, agradecido. Que otros se encarguen de decir lo que era Pablo, como periodista, como profesional de la comunicación, de la cultura, de lo político, para eso está Wikipedia. Yo me quedo con el Pablo humano y esos momentos que le dieron significado a nuestras vidas.
Fue Pablo quien me dio espacio en el periodismo venezolano y lo acompañé en todas sus aventuras editoriales, siempre con el rigor como pretexto para tratar de ser mejores. Libros al día, Escena, Buen Vivir, cuerpo C de El Nacional, Feriado, y lo que vino después que fue mucho, que fue todo. En Buen Vivir, el primer semanario dedicado al entretenimiento, me sugirió (es un decir) escribir sobre gastronomía y vinos cuando lo que yo quería eran cosas más trascendentales. No le pares, lo vas a hacer bien, me dijo. Nunca le pregunté por qué me puso esa pauta. Intuyo que por el hecho de haber vivido en París y trabajado en restaurantes para pagar mis estudios, además de ser el único en el grupo que prefería el vino al escocés. Con el tiempo ese tipo de periodismo creció y en mi caso se prolonga hasta hoy como razón de vida donde cada palabra, cada escrito, cada libro, nacen de aquellas crónicas originales.
Fue Pablo quien aceptó mi propuesta de traer para el diseño de los nuevos suplementos de El Nacional a Yolanda, una bella y joven periodista de El diario de Caracas de la cual yo estaba enamorado sin que ella lo supiera, obviamente, y que luego se convertiría en el sabor de mi vida para toda la vida. Nuestros hijos crecieron juntos con Pimpi a la cabeza, pero era él quien se ocupaba de llevarlos a todos lados y complacerlos con cotufas, chucherías y fuegos artificiales. Estuvo a nuestro lado cuando nació Maikel con sus trece días en terapia intensiva hasta superar la cardiopatía que lo afectaba. Nos hicimos compadres.
También se apareció en Boston en la primera de sus operaciones a corazón abierto. Su pasión por el cine se la inculcó desde chiquito y vieran cómo sonreía cuando contaba que su ahijado había trabajado en la película sobre Churchill que ganó un Oscar y que no se levantó de la butaca hasta que apareció su nombre al final de los créditos, cuando ya nadie quedaba en la sala.
Fue Pablo quien escribió el prólogo a mi primer libro, Morir en Tacoa, en los años ochenta, cuando la burocracia gremial hacía que firmara con seudónimos para poder ejercer un oficio que mecería respeto y consideración por nuestras convicciones. Años después puse en peligro su estabilidad cuando en la agencia de publicidad donde me habían contratado, gracias a su recomendación, se dieron cuenta de que yo era el autor del único testimonio impreso sobre el mayor incendio de nuestra historia donde se revelaba a los culpables. Claro, la compañía de electricidad era el mejor cliente de la agencia y yo un simple creativo. No tuve reparos en renunciar para protegerlo. ¿Por qué no lo dijo antes? Me preguntaron. Porque ustedes no me lo preguntaron. Luego nos reímos en la tasca más cercana y seguimos haciendo lo nuestro.
Fue Pablo quien nos enseñó a ver las cosas desde otro punto de vista. Cuando discutíamos sobre una película, por ejemplo, estábamos de acuerdo en que era un film del carajo hasta que, por sobre sus propios argumentos, salía con su tradicional “esa película es una cagada”. Deconstruíamos el camino y nos convencía de que tenía razón. En lo que siempre estuvimos totalmente de acuerdo, es que la barra del Bar Basque en La Candelaria era la mejor, donde pasamos buenos momentos de nuestras vidas, atendidos por Juanito y Blanca, por su hija Maribí y su nieto Carlos.
Cuando Pablo se casó con Carlota luego de la ceremonia nos fuimos todos a mi vieja casa de El Hatillo y la fiesta duró varios días, como era costumbre en esos años. Todavía tengo en mi cocina y la uso una enorme tabla redonda que quedó allí entre los regalos de boda. Lo recordamos con Carlota la semana pasada y prometí devolvérsela. No, quédate con la tabla, tráeme quesos, me dijo. Tampoco logramos descifrar quién les regaló un Nintendo que, en aquella época, era como el Netflix de hoy. Veroniquita, la menor de sus hijas, se asombró de tantas historias y entendió por qué, cada vez que Pablo viajaba, siempre le traía un regalo a Maikel. También a Cayetano, el hijo de Beatriz y Gustavo. No solo compartimos redacciones, barras, pantallas y museos, también fuimos navegantes cuando junto con Oscar Hernández, el otro hermano, ganamos una regata en las aguas de la isla de Granada en el mar de las Antillas que también Caribe llaman.
Se me adelantó Tulio Hernández al preguntar dónde estaríamos nosotros y nuestro periodismo sin Pablo Antillano. Es inútil imaginarlo. Estamos y somos así gracias a él y a su sonrisa. Cuando le pregunté a Irlanda, su fiel y firme compañera, qué podía llevarle la última vez que lo visitamos, me pidió unas guayabas verdes. Sin preguntar para qué, así lo hice, como cuando me puso a escribir sobre comida. Esa fue su última pauta. Su extenuado rostro sonrió bonito y así nos despedimos.