¡Auxilio!, por Laureano Márquez
Ya perdí la cuenta de cuantas veces lo he leído y todas me afectan de la misma manera: el capitán de corbeta llegó al tribunal “molido” por las torturas, con la mirada perdida, sentado en una silla de ruedas ante la imposibilidad de tenerse en pie, solo era capaz de pronunciar débilmente una palabra, dirigiéndose a su abogado: “¡auxilio!”. Me revuelve el alma el pensar en qué clase de horrores viviría este ser humano en sus últimas horas, en el dolor de su familia, de su esposa, de su madre, que no trajo un hijo al mundo para verlo sufrir. Pienso en María ante la cruz
El llamado de “¡Auxilio!”, del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo no es solo suyo, es el de toda una nación desesperada que ya no sabe qué hacer. Una nación que se equivocó en su elección -ciertamente- por la confluencia de una multitud de razones y de ignorancias acumuladas, que también tienen culpables, pero que no merece ser torturada hasta morir por ello. Venezuela está siendo asesinada cruelmente y se necesitaría no tener corazón para no denunciarlo a los cuatro vientos, para no gritarlo con desesperación.
La tortura en Venezuela hoy tiene demasiadas formas y modalidades. Como en toda situación de maldad generalizada solo trascienden las más relevantes, pero el horror se nos ha vuelto el pan nuestro de cada día: los mayores que viven de su pensión también están siendo torturados, los niños que padecen en los hospitales públicos, todo aquel que muere por falta de asistencia médica, por carencia de insumos, aquel cuyo sueldo no alcanza para dar de comer a sus hijos recibe su dosis de tortura cada vez que se sienta a la mesa, el que huye caminando por la frontera, cruzando páramos helados o perdiendo la vida ahogado en el mar, las víctimas de la brutal represión, como terrible y doloroso caso del joven tachirense que acaba de perder la vista a causa de perdigonazos a quemarropa en medio de una protesta por la falta de gas, ¡le dispararon a los ojos!:
¿Qué clase de monstruo hay que ser para dispararle a la cara a un niño de 16? ¿Cómo no va a estar nuestra alma destrozada? ¿Cómo no vamos a increparla, señora Bachelet, con tanto sufrimiento acumulado?
Toda Venezuela es un solo grito de auxilio. Como en toda situación desesperada, ya nadie sabe qué hacer, hemos perdido el rumbo, la razón nos abandona y cede su espacio a la indignación y la rabia. ¿Cómo saldremos de este infierno en el que nos hemos convertido? También eso nos tortura: ya no sólo detestamos al narcorrégimen criminal, asesino, corrupto y cruel, nos detestamos todos, incluso los que estamos de acuerdo, a favor de la democracia, bien por una ambición de poder que luce absurda ante los acontecimientos que nos agobian, bien porque toda propuesta nos parece una traición que nos lleva a descalificar al que ayer era nuestro héroe.
Estamos perdidos señores del mundo y tenemos razones para ello, no es poca cosa lo que nos ha tocado. El régimen venezolano será estudiado en ciencia política como una de las peores degradaciones de la convivencia humana en la historia universal. El nuestro es el peor de todos los rumbos que puede tomar la conducción de un Estado: su conversión en una banda criminal de asesinato y tortura.
La situación venezolana puede terminar en una de las más dolorosas tragedias de la historia, si el mundo no se la toma en serio, si gente deleznable continúa mediando en nuestra desgracia, zamureando nuestras ruinas para su propio provecho
Lo que sucede en Venezuela es para que las organizaciones de derechos humanos actúen con claridad, contundencia y rapidez. Eso de que este tiempo de dictadura no se mide en meses ni años, sino en muertes es una angustiosa verdad.
Uno entiende que los organismos internacionales no pueden hacer mucho, porque están diseñados justamente para que no puedan hacer mucho. Un orden mundial de justicia es imposible de lograr, mientras los intereses de las potencias lo frenen, pero algo serio hay que hacer, más allá de contemplar la masacre y la estampida de una nación. Nuestros connacionales tienen que ser socorridos, dentro y fuera del país.
Ya Venezuela, como el capitán de corbeta Acosta Arévalo, no puede tenerse en pie, con la mirada perdida, solo tiene fuerzas ya ni siquiera para gritar, sino para susurrar una sola palabra: “¡auxilio!”.