Chile, el estallido, por Fernando Mires
¿Cómo puede ser posible que Chile, nación vitrina del desarrollo económico, la que ostenta las más altas tasas de crecimiento, el por su presidente denominado oasis latinoamericano, sea hoy escenario de cruentos enfrentamientos con sus siniestras secuelas? Cientos de heridos, miles de detenidos y, al momento de ser escritas estas líneas, 18 muertos. Destrucción de estaciones de metro, quema de vetustos institutos, centros comerciales saqueados son, entre otros, trágicos saldos que dejan detrás de sí las jornadas de octubre.
Estallido
Estallido: término que quiere significar una irrupción de hechos que nadie ha podido predecir. Algo radicalmente inédito. Metáfora válida. Pues si bien es cierto que todo acontecimiento, para que lo sea, ha de ser inesperado – de otra manera sería la repetición de algo ya acontecido – la palabra estallido está asociada con la aparición violenta de un fenómeno.
La causa
¿Cuál es la causa del estallido? Pregunta infaltable para quienes estamos acostumbrados a pensar de modo cartesiano. Ese pensamiento nos dice: “todo efecto debe tener su clara causa”. Por lo tanto, todo hecho debe ser sometido a un proceso de “causalización” (Max Weber). Pero ahí comenzamos a dividirnos. A un lado los que decimos, esperen un poco, denme tiempo para saber qué es lo que está ocurriendo. Al otro, los que se las saben todas. Los que incluso tienen preparada la causa antes de que sucedan los hechos.
Y así no más fue: en una primera fase aparecieron los causólogos divididos en derechas e izquierdas. Es una maniobra del Foro de Sao Paulo, gritaron los de derecha. Es una protesta contra “el imperio” y el “neoliberalismo”, replicaron los de izquierda. Lugares comunes cuya única función es ahorrar esfuerzos para pensar.
El paradigma
En una segunda fase aparecieron los administradores del saber socioeconómico. Los de un lado dijeron: lo ocurrido tiene su causa en la desigual repartición de los ingresos. Los del otro, a nivel latinoamericano la desigualdad en Chile es menor a la de otros países. Ambos partían de dos dogmas. El primero supone que las desigualdades son expresiones numéricas exactas de la realidad. El segundo, todo lo que sucede políticamente en esta tierra ha de tener un oculto origen económico.
Las desigualdades -eso no pueden entender los macro-economistas- son relativas y nunca absolutas. Lo que es desigualdad en Chile puede ser igualdad en la India. Las desigualdades tienen que ver no solo con su permanencia sino con su aumento o disminución en el tiempo. Y, sobre todo, con la vida cotidiana. ¿Por qué mi vecino puede enviar sus “cabros” al Saint George’s College y los míos van a un liceo fiscal? ¿Por qué ese político se compró un Mercedes y yo debo viajar en “micro”? Y así sucesivamente.
Las desigualdades son caldo de cultivo para la producción de envidias y rencores. La protesta social en cambio permite desviar esos sentimientos hacia arriba. Y más arriba que nadie, está el gobierno. El pequeño problema es que hasta ahora no tenemos ninguna prueba de que el estallido, por lo menos en su primera fase, haya surgido como protesta en contra de las desigualdades.
¿Por qué los “especialistas” determinaron entonces que las desigualdades eran la principal “causa” sin siquiera investigar lo que estaba sucediendo? Aparte de ser una respuesta para salir del paso, hay otra razón. Para la gran mayoría rige un mandamiento: todo lo que ocurre en la superficie social o política ha de tener necesariamente un origen económico. Es decir, nos encontramos frente a un paradigma. Un paradigma originariamente liberal (la mano invisible que regula el mercado) fue después asumido por los marxistas (el desarrollo de las fuerzas productivas configura una super-estructura política)
Tan afincado está ese paradigma que no solo macro-economistas sino gran parte de la clase política no conciben que se pueda pensar de otra manera. No importa que todas las grandes manifestaciones de nuestro tiempo, desde el mayo francés, pasando por los movimientos ecológicos, hasta llegar a las de Chile y Hong Kong, no tengan visibles causas económicas. El paradigma economicista debe ser salvado, aún al precio de negar la realidad. El economicismo ha llegado a ser la dialéctica de los tontos.
Tres segmentos
Escapando a la rigidez de los paradigmas del pasado, valía la pena entonces hacer un esfuerzo para conocer la composición orgánica de los movimientos chilenos de octubre. Fue así posible detectar que no nos encontramos frente a un movimiento homogéneo. En su breve historia ya es posible reconocer tres segmentos. Por orden de aparición, uno juvenil: los estudiantes y escolares autoconvocados para demostrar en contra del alza de los pasajes del metro. A ellos se fueron sumando jóvenes de distinta proveniencia. Más adelante algunas organizaciones gremiales y sindicales. Por último, sobre todo en las noches, las turbas destructivas.
Los jóvenes y la calle
Lo más natural del mundo es que los jóvenes organizados en universidades e institutos de enseñanza media usen parte de su tiempo para protestar. Lo contrario sería anormal. Y siempre habrá motivos para protestar, aunque sea por un alza de pasajes. Protestar es el ser de la juventud. Y como toda protesta la de los jóvenes suele ir acompañada con actos de violencia.
Por favor, no nos hagamos los santos. Uno de los objetivos que asoma en cada protesta juvenil chilena es “sacarles la chucha a los pacos” (carabineros). La diferencia entre los jóvenes de antes con las de ahora es que los primeros lo hacíamos en nombre de grandes ideologías. Los de ahora no, pero igual se la sacan. La razón es simple: El paco no solamente es el policía uniformado. Es el símbolo del orden público.
Y como ser joven implica transgredir el orden, lanzar piedras a los pacos es asumido como un acto de catársica liberación. Un goce. No goce como placer sino en sentido lacaniano: un deseo de transgredir, un ir más allá de lo permitido y liberar pulsiones, entre ellas las de agresión.
El problema es cuando termina el juego entre el joven y el paco y aparecen en la calle los militares. Ahí pasamos a otro capítulo. A partir de ese momento la lucha social será enfrentada con métodos de guerra. No se sabe quién fue el genio que aconsejó a Piñera tomar tan drástica medida. Si su propósito fue amedrentar a los manifestantes, consiguió lo contrario. La presencia de militares en las calles despierta en Chile todo tipo de asociaciones. Los fantasmas del 73 nunca han sido aventados. Por el contrario, rondan en cada casa, en cada familia. Incluso en los silencios. Chile es un país traumatizado. La falta de sensibilidad política de Piñera al militarizar las calles fue notable. Pocas veces se ha visto a un gobernante tan desconectado con los sentimientos de su país.
Puedo imaginar perfectamente a no pocos estudiantes creyendo que había llegado la hora de vengar a sus abuelos.
La protesta social
Las dimensiones de la protesta juvenil no tardaron en atraer a un segundo segmento. Los sindicatos mineros, empleados y trabajadores del comercio, la confederación unitaria de trabajadores, el colegio de profesores y muchas grandes organizaciones laborales, encontraron en la movilización juvenil un camino para hacer valer sus demandas.
Con la incorporación de ese segmento la protesta deja de ser puramente generacional y se transforma en protesta social. Fue en esos momentos cuando el presidente Piñera, en uno de sus más desafortunados exabruptos, declaró la guerra a las protestas. Hasta el general de defensa nacional Javier Iturriaga se vio en la obligación de contradecirlo: “yo no estoy en guerra con nadie”, dijo.
Las turbas
El tercer segmento son las turbas. ¿Qué son las turbas? Para precisar, no son sectores “de clase”. Tampoco son masas, grandes multitudes identificadas con un símbolo o con un líder. Las turbas son masa desintegrada en diversas partículas o bandas. Son las eternas acompañantes de las grandes movilizaciones sociales desde la Comuna de París hasta nuestros días. Pero a diferencia de los segmentos anteriores, su objetivo no es protestar sino destruir y saquear. ¿De dónde salen? ¿De dónde vienen? Predominantemente de las zonas sub-urbanas, aunque es difícil localizarlos en un lugar preciso.
Las turbas no son una especialidad chilena. Los vemos incluso en los países más desarrollados. Una vez en Los Ángeles. Otra vez en Londres, Berlín, París. Luego desaparecen. Para decirlo cruelmente, son deshechos sociales, gente sin orden ni ley, no necesariamente los más pobres, desintegrados de sí mismos y del mundo que los rodea. De más está decir que constituyen el material ideal para cualquier gobierno interesado en desprestigiar a toda protesta social. Por eso la televisión oficial chilena no se cansa de enfocarlos. Esas tomas fotográficas circularán después por el mundo entero. La opinión pública, siempre dispuesta a dejarse engañar, termina concluyendo que Chile se encuentra cercado por vándalos.
La rectificación del Presidente
El día 22 de octubre, esta vez bien aconsejado, Piñera decidió cambiar de estrategia. Por una parte, pidió disculpas por su “falta de visión”. Por otra, ofreció un “paquetazo (pacto) social” con medidas que en otras condiciones habrían sido aplaudidas por todos. Entre ellas, aumento de pensiones, aumento del salario mínimo, renovación de los programas de salud, reducción de la dieta parlamentaria. Piñera se hizo cargo así de toda la deuda social dejada por el “socialismo” de Bachelet.
La disculpa hay que valorarla. En un mundo dominado por brutos puede parecer inconcebible. Y así ocurrió: Las izquierdas la catalogaron como un acto de demagogia. Las derechas como un acto de cobardía. Ni lo uno ni lo otro. Fue simplemente una decisión cívica asumida por un presidente constitucional elegido en elecciones libres y soberanas.
Las medidas sociales llegan tal vez con cierto atraso. Pero eran necesarias, aunque no más fuera para desactivar en parte un crecimiento de las protestas que puede llevar a Chile al borde de la ingobernabilidad. Con ellas Piñera buscó, sin duda, desarticular al componente social de las protestas con respecto a sus componentes a-sociales. Si lo logrará, es difícil decirlo en estos momentos.
Los partidos
Piñera llamó a los principales partidos políticos a dialogar. Como era de esperar, gran parte de la izquierda, entre ella su partido más histórico, el socialista, no aceptó la invitación. Está claro que esos partidos buscan pescar a río revuelto y capitalizar por lo menos una parte del descontento popular. Lo que nunca podrán ocultar es que los partidos – aquí incluimos a la izquierda y a la derecha – son tanto o más responsables que el gobierno, de la crisis política desatada en octubre. En efecto, bajo una democracia se supone que los partidos son canales que vinculan tanto en sentido positivo como negativo a la ciudadanía con respecto al estado. Cuando los partidos no cumplen esa función, las aguas sociales se desbordan. Esa es nuestra tesis: el estallido fue el resultado de un desborde de masas sin canalización política.
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De la derecha chilena es poco lo que hay que esperar. Menos que una derecha política es una derecha empresarial a la que se suman auténticos grupos fascistas.
La responsabilidad mayor recae en este caso sobre la izquierda. Una izquierda dividida en fracciones también desunidas entre sí. El beaterío comunista representa solo un pasado imaginario. Los socialistas ya no representan nada. El Frente Amplio, nacido a imitación del fracasado Podemos español, es una bolsa de gatos chillones.
Así se explica que el papel conductor de los partidos durante las protestas haya sido prácticamente nulo. De esta manera ha tenido lugar en Chile una situación inédita. Los partidos de izquierda en lugar de conducir han terminado siendo conducidos por las protestas. ¿Hacia dónde? Eso nadie lo sabe. Probablemente hacia ninguna parte.
A primera vista la ciudadanía chilena vive una crisis de representación. Quizás el problema es más grave: la que vive Chile es una situación de anomia (desintegración) política. A un lado una derecha indolente que solo sabe de números y privilegios. Al otro, una izquierda errática sin programas, sin visiones, sin ideologías y, sobre todo, sin ideas.
Las protestas de octubre pueden ser entendidas también como una expresión de malestar, pero no en la cultura, sino en y con la clase política. Eso significa que, hasta que en Chile tenga lugar una rehabilitación de los canales políticos, la crisis anunciada por el estallido continuará, expresándose bajo diversas formas.
Si los partidos políticos ya no canalizan las demandas sociales, los ciudadanos dejan de interesarse por su ciudad. Bajo esas condiciones la llamada sociedad sucumbe bajo el primado de la disociación. Sin virtud política somos entes socialmente desvalidos. Simples individuos sin capacidad de expresión ciudadana. Personas apáticas y tristes recluidas en la mezquindad de sus hogares o embobados en la mediocridad de una televisión horrible, como es la chilena.
Las depresiones individuales no se diferencian de las masivas. En todas ellas reconocemos al menos dos estadios: el de la melancolía y el de la euforia. El estallido de octubre fue sin duda un momento de euforia. Pronto la ciudadanía volverá al estadio de la melancolía y de la tristeza, cuando el principio de muerte se impone sobre el de la vida, aún entre los seres vivos.
Chile no solo mantiene los mayores índices de crecimiento económico. Además, ostenta la más alta tasa de suicidios del continente. Hecho – se quiera o no – que tiene más de alguna incidencia política. Hay que aprender a pensar más allá de los números.