Invictus, por Teodoro Petkoff
La película «Invictus», que narra uno de los episodios capitales de la vida de Nelson Mandela, dirigida por Clint Eastwood y con Morgan Freeman en el rol del gran líder y estadista surafricano, contiene un poderoso mensaje político, que viene como anillo al dedo en las presentes circunstancias nacionales. El film da cuenta de cómo Mandela hizo uno de lo que eran en la práctica dos países, divididos y polarizados por el apartheid, el monstruoso sistema de discriminación racial y explotación implantado por 4 millones de afrikaaners –como se autodenominaban los surafricanos blancos– sobre 40 millones de surafricanos negros. La lucha de décadas culminó con la liquidación del apartheid y con la victoria electoral de Nelson Mandela, quien tras 28 años de prisión asumió la presidencia de su país. Es a partir de este momento cuando se reveló, en toda su dimensión, el genio de Mandela y a lo que se refiere la película.
Comprendió que si su gobierno –y los que le siguieran– se sustentaba sobre una base estrictamente racial, reproduciendo, pero a la inversa, el horror de la discriminación, con la Suráfrica negra vengando más de un siglo de humillación y explotación, el país no tenía futuro y muy probablemente lo que lo esperaba era la guerra civil. Zimbabue, en suma. La película cuenta cómo realizó el milagro de que las dos comunidades se aceptaran la una a la otra, se reconciliaran, cuando ambas tenían motivaciones suficientes para odiarse eternamente. No es la historia de un santo ni de un Gandhi, sino la de un estadista, la de un político de muy larga visión estratégica y de una soberbia maestría táctica, quizás una de las más admirables figuras del siglo XX. Mandela podía jugar duro cuando era necesario, tanto como para voltear con el puro peso de su autoridad, una votación democrática entre los suyos, que, sin embargo, contradecía sus propósitos. Su seca respuesta, en otro momento, «ellos tienen el ejército, la policía y la economía», hizo pisar tierra a quienes le daban casquillos para ejercer las que consideraban justificadas formas de retaliación.
Pero no vamos a contar la película. Hay que verla. Sin embargo, cuando se oyen voces, minoritarias por fortuna, que conciben la salida de Chávez de la presidencia como el día del pase de facturas, a lo 11A de 2002, es como para preguntarse si estos once años no han enseñado otra cosa que imaginar el futuro como una repetición, desde el otro lado, de lo que hoy se condena, con toda razón, en Chávez.
Una presencia de la oposición en la Asamblea Nacional, minoritaria o mayoritaria, y en este segundo caso, con más razón, sería apenas un nuevo paso en el desarrollo de la estrategia democrática de despolarizar el país, de re-pluralizarlo, de sentar las bases para superar las consecuencias de la división y la confrontación permanentes y para que, desde la oposición, se pueda asumir el país como una totalidad, donde la inclusión de unos no sea a costa de la exclusión de otros, de modo tal que la derrota electoral de Hugo Chávez, en 2012, no conduzca a la apertura de un nuevo ciclo de violencia y confrontación.