La Candelaria esperaba por nosotros, Chino, por Humberto Villasmil Prieto
“Hay en la palabra que nombra al ausente, siempre,
una pequeña magia de resurrección”.
Héctor Abad Faciolince.
Supe de tu partida en una fría madrugada santiaguina cuando, como cada día y por costumbre familiar, me dispongo a colar el primer café.
Me sentí profundamente desolado y un torbellino de melancolía y de nostalgias comenzaron a envolverme; partías estando ambos en los dos extremos de este continente, tú al norte y yo en el sur del sur.
No pudimos volver a vernos, como tanto nos habíamos prometido en nuestras últimas conversaciones. Enseguida se me vino a la mente, no sé por qué, aquella novela de Adriano González León, “País Portátil” pero, al mismo tiempo, como esos recuerdos encriptados que pujan por salir a flote cuando menos se espera, vino a mi memoria el prólogo que Guillermo Cabrera Infante (CAIN) escribiera en 1997 cuando se publicaron los Diarios del apóstol José Martí: “El exilio no es una situación geográfica o histórica, sino una tierra que el escritor lleva siempre consigo. Para Martí, Cuba debió ser una isla flotante”.
En nuestras últimas conversaciones, largas y fraternales, sentí que a estas alturas de la vida nos estaba pasando algo parecido: lo primero, fue imaginar que Venezuela era una isla que en sueños o poéticamente podíamos separar de la tierra firme para arrastrarla con nosotros y sentir que no nos había olvidado, que nos estaba esperando porque la añorábamos cada día. Venezuela fue también para nosotros una isla flotante; un país portátil, trasladable a cada sitio donde nos tocó vivir, a cada lugar donde nos reencontramos –en Ginebra o en Santiago– en estos ya largos años de lejanía en que ya no pudimos vernos tan frecuentemente como antes.
Pero la fraternidad, como la nostalgia, más que causas tienen causantes. El recuerdo de esos afectos, más que el de una situación o un tiempo, es el recuerdo de alguien; otra cosa es que a cada persona con quien tuvimos un vínculo entrañable uno termina ubicándola en coordenadas de tiempo y de espacio. Como si buscáramos desesperadamente los mejores momentos compartidos, los años más felices, procurando borrar cuando pudimos habernos distanciado, por razones que ahora me parecen del todo inocuas en medio del vacío que me ha dejado tu partida.
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Porque el tiempo, Chino, no es otra cosa que ese mágico brebaje que vuelve roma la puntas agudas; el tiempo perdona y suele ser más benevolente que el presente y, más aún lo siento así, en medio de esta posmodernidad que desprecia los matices, que no gusta de los grises porque adora el blanco y el negro, que entroniza el individualismo y que intenta convencernos de que el mayor patrimonio de la vida no son precisamente los afectos que a lo largo de ella llegamos a atesorar.
Antes o después terminaremos por entender que, al final, somos todos aquellos que pasaron por nosotros. «Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos», decía don Jorge Luis Borges.
Recuerdo las circunstancias en que más que conocernos nos hicimos amigos entrañables: la Comisión Tripartita de 1997, donde tú como Secretario General de la CTV y yo como uno de sus asesores, asistimos una y otra vez, sorteando momentos difíciles que presagiaban un fracaso que, con todo, dio paso a lo que ese gran venezolano que fuese Aurelio Concheso llamara una misión imposible. O cuando juntos vivimos aquella gesta –siempre me lo pareció– de los trabajadores tribunalicios, que simbolizaba la lucha por el ejercicio de la libertad sindical en un sector que –sostenían algunos– no podía admitirla; o cuando, de los nervios, tu y yo, le rogábamos a Esperanza Hermida que levantara una huelga de hambre o cuando celebrábamos como niños que terminara por fin aquella noche cuando llegamos juntos al centro médico donde se recuperaba.
La Conferencia Internacional del Trabajo del año 2000, la última que compartimos, no podía faltar en esta moviola de la memoria: recuerdo que comenzó con una larga e inusual travesía que nos llevó primero a Santa Cruz de Tenerife y más tarde a Madrid, hasta llegar a Ginebra casi un día después. Días inolvidables aquellos que vivimos con ese gran venezolano que fue Pablo Castro con quien de seguro ya te habrás reencontrado.
“La desgracia es una ausencia” escribió Søren Kierkegaard. Así lo creo y así lo he vivido cada vez que alguien querido parte, sobre todo ahora, distante de tantos afectos definitivos y con el dolor de saber que no podremos reencontrarnos.
La Candelaria esperaba por nosotros, Chino; ese pedazo de Caracas que fue, para mí, el símbolo de nuestros varios mestizajes, de lo mejor que fuimos, de un país de encuentro que le abrió los brazos a todo el que llegó, donde de tasca en tasca o de barra en barra hablábamos de todo y con todos, recintos –todos esos– donde entendí para siempre que la mesa es un templo de fraternidad.
Nada más que nostalgia, Chino, no me apena reconocerlo: ese deseo irrefrenable de querer volver a ese lugar donde fuimos felices y donde tantas veces tuvimos veladas inolvidables que no terminaban nunca, porque, al final, “todo tiempo está contenido en un instante” (T.S Eliot).
Pero mejor es que hablen los poetas que dijeron lo que quisimos expresar, antes y mejor, pero –lo que es más relevante– lo dijeron para siempre. Que hablen los versos de otros para poder expresarte en esta despedida lo que puedo estar sintiendo y conmigo tantos compatriotas y amigos que en cada esquina del mundo lloramos tu partida:
“¿En dónde está lo que pasó
y que se hizo de tanta gente?
A medida que avanza el tiempo
vamos haciendo más desconocidos.
De los amores no quedó
una señal en la arboleda.
Y los amigos siempre se van.
Son viajeros en los andenes.
Aunque uno existe para los demás
(sin ellos es inexistente),
tan solo cuenta con la soledad
para contarle todo y sacar cuentas”.
(José Emilio Pacheco. En resumidas cuentas).
Que Dios te acoja a su lado.
Santiago de Chile, 25 de noviembre de 2020
Humberto Villasmil es Abogado-UCAB. Doctor y especialista en Derecho del Trabajo.
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