La casa vacía, por Marcial Fonseca
Los herederos de la casa, que ya llevaba varios años desocupada, decidieron invitar a una vieja prima a que se mudara a ella, que no le cobrarían alquiler, ni siquiera los servicios de agua y luz; simplemente querían la presencia de alguien para evitar actos de vandalismos; y para que al menos no hubiera el polvo.
La señora se mudó. Los primeros meses fueron muy ocupados adquiriendo enseres domésticos; quería que la vivienda fuera un hogar; y lo logró. Puede decirse que después de un año, ya había logrado su rutina vecinal.
–Mire, comadre, yo que se lo digo, eso no puede ser así; si la muchacha dice que no le importa ir al cine sola con él, bueno, usted sabe que puede pasar lo peor.
–Pero ¿qué quiera que haga? –en la respuesta no traslucía ningún cambio de voz.
–Usted debe acompañarla, comadre.
–Yo no me atrevo a hacerlo. Pero bueno, y hablando de otra cosa, ¿supo lo que le pasó a Remigio?
–Claro, esa es la comidilla de por aquí…
Este sedicente diálogo lo mantenía en el corredor de su casa, aunque ella preferiría que fuera en la sala; primero por lo grande, por tener dos paredes ciegas; y de las otras dos, una con un par de ventanas al exterior y la otra, por supuesto, con su puerta hacia el corredor. Y siempre le gustaba mantener sus conversaciones cuando hacía sus labores manuales preferidas, tejer o coser en una vieja Singer.
Acompañaba los movimientos de sus manos con las inflexiones que a veces imprimía a su voz y así, creía ella, le daba más credibilidad a su conversación.
–Usted me dirá –se contestaba–, ¿qué puedo hacer?
–Bueno, hay que estar muy pendiente de la juventud de ahora. Vea lo que le pasó a la finada Manuela, su hija ya va por tres muchachos.
–¿Ya tres novios?, ¡madre santa!
–No, no, no; tres hijos, y menos mal que del mismo novio; para mí que la va a dejar sola con esos muchachitos, si usted los viera…
–Déjeme decirle que mi hija no es así.
–Que sé lo que le digo, es mejor actuar antes y no lamentarse después.
Este monólogo ocurría en la mecedora cercana a la puerta porque en el poyo la fastidiaban muchos los transeúntes que se inmiscuían en su conversa imaginaria.
–Dele libertad a esa muchacha –comentaría alguien en la calle.
–Señora, vaya a hacer oficios en vez de darle a la lengua –añadiría otro
–No se metan en lo que no les importa, salíos –se defendería ella. Todas las paredes de la habitación estaban muy pendientes de la señora; menos una que se portaba un poco apática porque tenía sus propias diversiones con lo que sucedía en la calle; y la otra con lo del corredor.
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Con el tiempo, la intervención de la señora empezó a deteriorarse y las paredes ciegas empezaron a fastidiarse por lo insulso de las peroratas de ella. Esta, inmersa en su monologo, no percibió un leve siseo que provenía de esas paredes que poco a poco se estaban acercando entre sí; y finalmente se encontraron.
Después de varios días, cuando las paredes regresaron a sus ubicaciones originales, solo quedaba en sus frisados rastros sanguinolentos con un tenue olor a hierro cual palimpsesto medioeval. La casa volvía a estar sola.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
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