¿La cultura woke es un aporte positivo o negativo?, por Rafael A. Sanabria M.

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En un mundo cada vez más convulsionado, la cultura woke, con su énfasis en la corrección política y la justicia social, ha ganado visibilidad en los últimos años. Lo que empezó como un choque cultural en contra del racismo, se fue transformando en un enfrentamiento político.
El término woke se convirtió en sinónimo de políticas de izquierda o liberales que abogan por muy diversos fines como la equidad racial y social, el feminismo, el movimiento LGBT, el uso de pronombres de género neutro, el multiculturalismo, el uso de vacunas, el activismo ecológico y el derecho a abortar. Es decir, que mientras que para algunos ser woke es tener conciencia social y racial, y cuestionar los paradigmas y las normas opresoras impuestas históricamente por la sociedad, para los otros, los que inventaron el término con fines despectivo (tal cual ha ocurrido con los términos sudaca, veneco o escuálido) describe a hipócritas que se creen moralmente superiores y quieren imponer sus ideas progresistas y la igualdad racial o de género.
Los woke cuestionan los métodos coercitivos que utilizan algunos «policías de la palabra» –así los definen– contra quienes dicen cosas o cometen actos que ellos perciben como misóginos, homofóbicos o racistas. Sin embargo, esta ideología, lejos de construir una sociedad más equitativa, ha generado división y resentimiento, según arguyen. Es urgente cuestionar sus principios e indagar el potencial de los valores espirituales como base para una sociedad más humanizada.
La cultura woke con su empeño por el lenguaje inclusivo y la cancelación de opiniones diferentes, ha creado un ambiente de intolerancia y temor. La comunicación, pilar fundamental de la convivencia, se ve amenazada por una censura implacable que busca callar cualquier voz que se desvíe de la ortodoxia woke.
Además, su premisa en la identidad de grupo, en lugar de la individualidad, fomenta la división y el resentimiento entre ciudadanos de la sociedad.
En contraste, los valores espirituales, arraigados en el amor al prójimo, la compasión y la justicia, ofrecen un camino hacia una sociedad más equilibrada. La tradición cristiana sea cual sea, lejos de ser opresiva, tiene un objetivo en común la igualdad y la dignidad de todos los seres humanos, independientemente de su origen, género o condición social. La Biblia, con su mensaje de amor y reconciliación, nos invita a construir puentes en lugar de muros, a perdonar en lugar de condenar.
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Además, la ética cristiana, con su énfasis en la responsabilidad individual y el servicio a los demás, nos impulsa a trabajar por el bien común. La doctrina social de la Iglesia, lejos de ser obsoleta, ofrece principios sólidos para construir una economía más justa y humana, donde el ser humano esté en el centro y no el dinero. El consumo irracional y la economía de mercado brutal, que priorizan el beneficio individual sobre el bienestar colectivo, son incompatibles con los valores cristianos.
Es hora de hacer una revisión de la cultura woke, con su carga de resentimiento y división, y abrazar los valores cristianos como guía para construir una sociedad más justa y humana. La tradición cristiana, con su mensaje de amor, compasión y justicia, nos ofrece un camino hacia un mundo donde todos podamos vivir con dignidad y esperanza.
Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).
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