La decadencia cubana, por Simón Boccanegra

Un emblema más elocuente de la decadencia o, más bien, del interminable pudrimiento del régimen cubano, que el discurso de Raúl Castro, clausurando el Congreso de los jóvenes comunistas de su país, sería difícil de encontrar.
Por un lado, el segundo Castro, definitivamente rendido ante su hermano mayor, quien bloqueó todas las tentativas de reformas que aquél pretendió adelantar al comienzo de su mandato, le dijo a los muchachos que no hay nada que hacer, que la cosa es muy compleja, que hay que estudiar bien todo, que, en definitiva, sugirió subliminalmente, habrá que esperar que Fidel muera para poder hacer algo. Pero, el frenazo a las eventuales reformas, que ya estaba más que claro y que Raúl no hizo sino confirmarlo, se quedó pálido al lado de sus canallescas consideraciones sobre las huelgas de hambre.
Aquella revolución, que en sus primeros tiempos fue un portento de creatividad, ha devenido en una triste caricatura de sí misma. Raúl no tuvo nada más «ingenioso» que decir sobre esos admirables cubanos que optan por el suicidio para que el Poder los escuche, que son mercenarios movidos por la CIA. Agregó, en el colmo de la estupidez y el cinismo, que si Fariñas muriera sería por culpa del imperio. Es la sentencia de muerte para Fariñas. El régimen se desentiende absolutamente.
Lo dejará morir. Es la inhumanidad pura y dura. Las conciencias «revolucionarias» pueden dormir tranquilas: es el imperio quien mataría a Fariñas; el Estado cubano no tendría ninguna responsabilidad en ese desenlace. Pero, contra lo que quiere creer Raúl Castro, poca gente queda en el mundo que comulgue con esas ruedas de molino. La muerte de Orlando Zapata Tamayo, la huelga de hambre de Guillermo Fariñas, recurso desesperado de un pueblo que no tiene otro que el de inmolarse, han clavado en la picota al régimen. No se va a poder zafar y mucho menos con las miserables idioteces de Raúl Castro.