La diferencia en el tiempo, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
Entre las fortunas de la vida que agradezco siempre, están los viajes realizados. A veces maravillosamente acompañado de la familia y otras veces con las angustias de lo nuevo en solitario.
En uno de esos viajes con la familia a la ciudad de New York, nos encontramos con el anuncio en Broadway de la obra de teatro «Las Zorritas» de Lillian Hellman, la misma autora del bello libro «IL Pentimento» texto que me dio argumentos y motivos para reflexionar sobre la vida en pareja. La protagonista era nada menos que Elizabeth Taylor.
De manera que con cierto alborozo compramos nuestras entradas y pasamos a disfrutar el espectáculo.
Al finalizar, sorprendí a mis acompañantes al pedirles que por favor me permitieran solicitar un autógrafo a la famosa diva.
Entre uno que otro chiste nos fuimos a la salida del los actores y no esperamos mucho en aquel frío diciembrino. A la salida tuve la intuición de cierta prisa de la actriz por lo cual fui el primero en avanzar y colocar el programa casi en sus manos con bolígrafo incorporado para facilitar la firma. Ella con mucha tranquilidad estampó su firma en el programa y no sé de donde me salió la valentía para proponerle una fotografía y de inmediato le di la cámara a mi esposa para colocarme al lado de aquel icono cinematográfico cuyos ojos violáceos eran admirados mundialmente. No sé si porque ella captó mi nerviosismo o porque su condición de actriz lo permitía, lo cierto es que al colocarme a su lado, ella con suavidad posó su brazo en mi hombre y así quedó registrado ese momento en un par de fotos tomadas por mi esposa en esa ocasión.
Ya de regreso a Venezuela sin muchas cavilaciones seguí la mala conseja de la vanidad y me llevé la foto al centro de trabajo. La coloque en una pared del cubículo con otras imágenes de diversos motivos.
Para aquella época a los estudiantes de mi seminario se les permitía discutir las notas con los profesores como un ejercicio más para la promoción de la relación con los pacientes, de forma tal que mi espacio de trabajo era visitado con mucha frecuencia en los periodo de exámenes.
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En una de esas mañanas entró en mi oficina una estudiante de esas en que la naturaleza se detuvo con dedicación para dotarla de belleza y elegancia. Su requerimiento era precisar, si la excelente nota que aparecía en la cartelera era ciertamente la suya. Yo intente explicar la imposibilidad del error pero su insistencia me obligo a buscar su examen y me disponía a iniciar la revisión cuando ella señaló la foto de mi narración y pregunto ¿esta Doctora en que Sala Clínica trabaja?
Yo sorprendido con la pregunta le dije – no trabaja aquí, trabaja en Los Ángeles, en los EE UU– y esperé unos segundos por la reacción, como el silencio se mantuvo, interviene para ratificar la calificación y felicitarla pero con ello le pregunté ¿le gusta el cine? Ella dijo que si y que una que otra semana asistía a esa actividad.
Volví a mirarla con atención para desearle éxito en sus futuros exámenes e insistir en la importancia del cine.
Al marcharse la estudiante me acerqué a la fotografía para observarla con cuidado y allí, sin lugar a dudas, estaba yo acompañado de aquel icono de la belleza que a las nuevas generaciones no les importa mayor cosa.
Despegué con cuidado la fotografía y hoy reposa en uno de los lugares de mi vivienda donde albergan los recuerdos, muchos de ellos cargados de afecto y emotividad pero que anidan en el corazón de una época y de unos sentimientos particulares.
La vida no puede ser de otra manera. Cada época afortunadamente tiene sus emblemas y sus motivos para estremecer el alma con alegrías. Así de afortunado somos y así de afortunada es la vida.
Sólo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en Sicología y profesor titular de la UCV
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