La honda de David, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Hospital Vargas de Caracas, en plena faena previa a la revista de los enfermos de la sala. «Pana —me avisó mi compañero de sala—, allá afuera está gente de una embajada preguntando por ti». ¿En qué embajada —me pregunté entonces— podría haber alguien interesado en ir a verme al viejo hospital, cuyos pobres enfermos sufrían ya los embates de una crisis sanitaria que —y esto hay que decirlo— es bastante anterior al chavismo?
Corría el año 1992 y el país todavía resentía la militarada del 4F. Avergonzado por mi facha de posguardia, salí a la puerta de la sala. Efectivamente, el ministro consejero de la embajada del Estado de Israel en Caracas me hacía espera. Llevaba en la mano un gran sobre de Manila.
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Tras presentarse, el diplomático indagó sobre mi quehacer en el hospital escrutando con mirada atenta todo lo que en aquellos pasillos y salas acontecía. Me recordó que en la oficina de cooperación técnica del Ministerio de Asuntos Exteriores israelí —el Mashav— se había recibido una carta mía meses antes, solicitando información sobre la oferta académica en disciplinas médicas de hospitales universitarios y facultades de medicina de aquel país. En el misterioso sobre me hizo entrega de billetes de avión, reservas de vuelos, conexiones, traslados y alojamiento como nuevo becario internacional en la Sackler Faculty of Medicine de la Universidad de Tel Aviv.
Dos semanas más tarde aterrizaba yo en Lod, en el aeropuerto que sirve a Tel Aviv y, horas después, como reza el salmo 122, mis pies estaban pisando los umbrales de Jerusalem.
De Israel todo impresiona: su historia antigua, cuyos ecos nos llegan vía los textos bíblicos, sus luchas durante el último siglo, sus escritores —Oz, Grossman—, sus científicos —siempre aprecié la obra de Daniel Kahneman y Amos Tversky— y sus pensadores, Harari, Margalit, este último seminal para mí. Como impresionan también sus grandes estadistas —Chaim Weizman, David Ben Gurion, Golda Meier y Shimon Peres—, sus valerosos soldados —Sharon y Rabin entre ellos— y ni qué decir que hasta la absolutamente inquietante Gal Gadot.
Como impresionan también su tecnología, que permite cultivar en el desierto tomates del tamaño de un melón regados con gotas de agua literalmente contadas; sus mujeres soldado que, fusil al hombro, arrullan a sus hijos; y el recorrido por sus magníficas universidades y centros de investigación básica y aplicada que le han ganado el sitial de ser el país con más inventos patentados per cápita en todo el mundo. Y, sobre todo, impresiona el silencio de los viernes por la tarde; un silencio profundo y antiguo que se apodera de las calles tras la puesta del sol que anuncia el inicio de šabbāt.
La práctica de la medicina en el sistema sanitario israelí fue para mí también un descubrimiento. La revista de sala en un hospital de enseñanza podía reunir a médicos provenientes de Estados Unidos o de Europa, del África, de centro o Sudamérica, de la Micronesia y hasta de la no muy lejana Turquía; todos hablando entre sí en tres o cuatro idiomas distintos en centros de calidad mundial.
El Hadassa Medical Center, correspondiente a la Universidad Hebrea y famoso por los vitrales que a su sinagoga dedicara el gran Marc Chagall, aquel año era galardonado como el mejor hospital del mundo. Pero no menos lo eran el Beillinson de Petah Tikhva, el Ichilov de Tel Aviv, el Rambam de Haifa y el Chaim Sheba de Tel Hashomer.
Entiende uno por qué los israelíes sean hoy los más adelantados en cuanto a la aplicación masiva de la vacuna contra la covid-19.
La extensión territorial de Israel es menor que la de nuestro estado Barinas. Cada centímetro de aquella tierra, a la que también los cristianos tenemos por santa, ha sido defendido con denuedo desde aquel 14 de mayo de 1948 en el que el gran David Ben Gurion declarara el fin del protectorado británico y la independencia del nuevo Estado. El resto de la historia debiera sernos conocida. Israel es la única democracia liberal en el Oriente Medio, donde cumple además la difícil misión de hacer de última línea de defensa de un cada vez más asediado Occidente.
Sin grandes recursos naturales, rodeado de enemigos —que afortunadamente cada vez son menos— y teniendo como acicate el inmenso talento de sus nacionales, Israel ha sabido atesorar una notable capacidad de organización ciudadana, enfrentando las más terribles adversidades, poniendo sus grandes decisiones de Estado en manos de los mejores.
Una impresionante logística sanitaria hizo posible aplicar la vacuna masivamente a ciudadanos que, en muchos casos, ni siquiera tuvieron que bajarse de sus carros para recibirla. Los israelíes probablemente sean los primeros en el mundo en aproximarse a la ansiada «inmunidad de rebaño» dada por el 70% de población vacunada. Ya van por el 50.
Tal es el poder del conocimiento, la más poderosa de todas las armas. Arma que en manos israelíes ha sido factor decisivo contra el terrible monstruo de la pandemia como en su día lo fuera la honda con cuyo certero tiro el hábil David derribó al gigante filisteo.
Porque con la honda del conocimiento como arma, para Israel no hay Goliat que valga.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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