La jaula de oro, por Simón Boccanegra
En 1983, quizás debido a mis opiniones sobre la cuestión del socialismo y la democracia, fui invitado a Cuba para conocer, en vivo y en directo, la democracia de la revolución. Se me llevó a presenciar una asamblea de trabajadores en una empresa de construcción. El presidium lo conformaban los administradores de la empresa y los dirigentes sindicales, en un mismo plano y además, en sus intervenciones eran tan intercambiables que no era fácil saber quien era quien. El último punto de la agenda de la reunión era algo así como «Inquietudes». Se daba la palabra a los trabajadores para que expusieran las que les eran propias. Uno de estos se quejó de un problema que, según él, tenían tres años planteando sin que hubiera solución alguna; otro se refirió a las tribulaciones que experimentaba la esposa de un compañero que estaba en Angola para conseguir una madera para reparar su vivienda. Al final, me pidieron que hablara. Dije que en mi país, seguramente el problema que duraba ya tres años no habría pasado de un mes porque seguramente los trabajadores habrían ejercido el derecho de huelga para que les pararan bola; derecho, dije, asociado a más de un siglo de luchas obreras y socialistas pero anulado en Cuba porque según y que la clase obrera no puede hacer huelga contra si misma. A propósito de la guerra en Angola, pegunté retóricamente si en la reunión donde estábamos era posible que algún compañero pudiera poner en discusión una opinión crítica sobre la política de Cuba en Angola. Aquí, mis anfitriones, entre ellos Norberto Hernández, para entonces embajador de Cuba entre nosotros, se las arreglaron para agradecerme mis opiniones y poner fin a la asamblea. Al salir. Norberto, con el tono simpático de su «cantaíto», me dijo, «Oye tú, ¿te volviste loco?». Retruqué: «¿No era de la democracia que íbamos a hablar? Esa es mi idea de la democracia en el socialismo». Si se pierde el derecho a hablar, la jaula, por muy de oro que sea, siempre será una jaula.