La matraca como una de las Bellas Artes, por Simón Boccanegra
Contaba a este escribidor un transportista de verduras y legumbres desde la zona andina de Timotes a Caracas que cada viaje le sale por unos cuatro mil bolívares más de lo que ordinariamente costaría de no mediar una circunstancia que por denominarla de alguna manera llamaremos extraeconómica.
Se trata de la matraca. En cada alcabala de la Guardia Nacional existente en ese trayecto el hombre -y todos sus colegas, obviamente- se ve obligado a desembolsar alguna cantidad de dinero a los guardias, que finamente, piden «para un cafecito». Si el transportista satisface el pedido, sigue sin siquiera revisión. De lo contrario podría permanecer horas, mientras todos sus papeles, el vehículo y él mismo son revisados a paso de tortuga.
La matraca ya es una institución. Todo conductor, infractor o no, a quien le toca la mala suerte de ser detenido por una autoridad de tránsito, en especial por aquella cuyo honor produce divisas, sabe bien que debe bajarse de la mula si quiere continuar su camino sin mayores contratiempos. Una vez me tocó atender ese requerimiento y abriendo la billetera solo vi en ella un escuálido billete de veinte bolívares.
El guardia ni se inmutó. «A ve’ acá», dijo y metiendo su mano en mi billetera se hizo del billetico. «Peor es nada», le oí murmurar a medida que se alejaba. La conversación entre autoridad y conductor suele comenzar por un confianzudo: «Bueno, ¿cómo podemos arreglar esto?» Usted que no es bruto, entiende que debe pelar por su monedero y arreglar una satisfactoria transacción.
Así son las cosas, diría Oscar Yanes, a quien, dicho sea de paso, deseamos que supere los males de salud que, me han dicho, lo aquejan por estos días.