La montaña mágica del doctor Baldó, por Gustavo J. Villasmil Prieto

Twitter: @Gvillasmil99
A los equipos de internistas y neumonólogos que sirvieron en el piso 8 –el «piso covid»-
del Hospital Universitario de Caracas, con la honra de haberme contado entre sus integrantes.
La revista conjunta de los servicios de Medicina Interna y Neumonología a cargo de la atención de los enfermos de covid-19 en el Hospital Universitario de Caracas, ocasionalmente se veía interrumpida por un singular incidente: era que la pantalla de proyección de slides instalada en el aula anexa repentinamente se enrollaba por sí sola, sin que nadie hubiera accionado el mecanismo para ello. «¡Eso fue que el ánima del doctor Baldó pasó por aquí!», bromeó alguno de los colegas asistentes. Sonreídos ante la ocurrencia, todos los demás respondimos al unísono dirigiendo nuestras miradas al inmenso retrato fotográfico en blanco y negro que desde hace muchos años preside aquella la sala: el del doctor José Ignacio Baldó, fundador nuestra moderna neumonología, de su cátedra universitaria y del servicio hospitalario que aquí la alberga. Un campeón de la lucha antituberculosa y —ni qué decirlo— uno de los más grandes venezolanos de todos los tiempos.
Más de 30 años habían pasado desde su estadía en Suiza, cuando en 1957, el doctor Baldó vino a fundar esta cátedra y este Servicio de Medicina Pulmonar que, con pasión y bravura, aún luchan por mantenerse en pie en una Venezuela en la que todo ha sido destruido.
Tachirense de raíces barinesas, José Ignacio Baldó Soulés marchó a Europa en 1920, bajo el brazo su modesto diploma de doctor en Ciencias Médicas por la Universidad Central. Al principio se interesó por las especialidades quirúrgicas —la urología— hasta que el infortunio le impuso un forzoso cambio de planes: Baldó contrajo la tuberculosis. Como uno más de los tantos afectados del terrible mal que dicha enfermedad suponía entonces, ingresó como paciente en el Wald Sanatorium de Davos-Platz en la Suiza alemana. La experiencia debió ser terrible, porque si bien estábamos a 40 años del reconocimiento por el bajasajón Robert Koch de la micobacteria tuberculosa como su agente causal, no sería sino en los siguientes 20 cuando se conocerían las primeras drogas útiles para tratarla.
Una vez recuperado, Baldó es invitado por el médico jefe de la casa, el alemán Friederich Jansen a integrarse a su plantilla profesional. Estaba por iniciarse la forja de un espíritu médico superior que con la lejana Venezuela en mente supo incorporar el saber de la gran tradición médica alemana de la primera mitad del XX en un contexto por demás cargado de conmovedor significado: y es que aquel hospital de tísicos, el Wald Sanatorium, muy posiblemente haya servido de escenario a la complejísima trama de La montaña mágica (Der Zauberberg, 1924), la obra cumbre del gran Thomas Mann. De aquellos parajes alpinos regresaría Baldó con una idea clara de lo que había que hacer en una Venezuela donde la tuberculosis, hermana de la malaria, hacía inútil todo esfuerzo por construir un país moderno pese a estar bastante avanzado el siglo XX.
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El doctor Baldó quiso un Wald Sanatorium para curar a los tuberculosos venezolanos y en alianza con otro grande —el arquitecto Carlos Guinand Sandoz— lo hizo posible en El Algodonal. En 1940 entra en funcionamiento un soberbio hospital rodeado de bucólicos espacios, con amplios y ventilados pabellones y dotado hasta de una magnífica biblioteca que bien pudo ser la de aquel otro que había visto en medio de los Alpes suizos.
A Davos ya no van tuberculosos tosiendo desde hace muchos años. Sus antiguos sanatorios para tísicos son hoy spas medicalizados de mil dólares el día cuyos salones dan acogida al más célebre rendezvous de ricos y poderosos de todo el mundo. Cosa muy distinta sucede en una Venezuela donde los tuberculosos abundan, en tanto que del viejo sanatorio que el genio de Baldó inspirara apenas si quedan hoy los vestigios de su antigua majestad.
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Una mirada atenta a la siempre muy ordenada aula contigua al servicio y cátedra de Neumonología del Hospital Universitario de Caracas propicia el encuentro con el espíritu del gran tisiólogo venezolano. A la izquierda, prolijamente ordenados, antiguos tratados de medicina pulmonar entre los que es posible identificar verdaderas joyas bibliográficas. Más allá, cerca de la entrada al recinto, en una delicada vitrina se exhiben fotografías y manuscritos suyos junto a viejos espirómetros, agujas para punzar la pleura y hasta el curioso teléfono de baquelita desde el que el doctor Baldó atendía personalmente las interconsultas que le solicitaban. Enfrente, en una de las puertas, todavía se lee un olvidado letrero que dice «Sala de neumotórax», técnica abandonada hoy en día, pero que en su época fuera de uso absolutamente común. Vestigios todos de una voluntad venezolanista poderosa y comprometida que se tradujo en obras de cuya solidez aún vivimos: porque ni siquiera con todos los avances médicos producidos desde entonces y que en otros tiempos estuvieran a nuestro alcance, hemos podido nosotros concebir una idea sanitaria superior a la suya y a la de los hombres de su generación.
Nadie sabe cuándo volverá a enrollarse por sí sola la pantalla de proyección del aula de Neumonología, como tampoco hay quien se atreva a asegurar que no sea el ánima del doctor Baldó la que provoque tan curioso fenómeno. Pero más allá de la leyenda hospitalaria del piso 8 del Universitario –todo hospital tiene la suya propia– venir aquí es reencontrase con la historia del notable médico que concibiera en Davos un sueño para la remota Antímano: el sueño de una tropical montaña mágica que pudiera socorrer a los venezolanos enfermos víctimas de la terrible tisis; enfermos que casi un siglo más tarde regresan a estas mismas salas con sus cuerpos consumidos por el antiguo mal avivado por la miseria y el hambre de estos tiempos.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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