La negativa de llamar las cosas por su nombre, por Rafael Uzcátegui
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A pesar de todo lo que ha pasado, del grotesco fraude electoral del 28J y la represión posterior, hay sectores democráticos que aún se resisten a calificar a Nicolás Maduro y su gobierno como una dictadura. Y esto no es un detalle semántico menor. El diagnóstico que se haga del contrario delimita las estrategias y tácticas para enfrentarlo. A mala caracterización, peor abordaje.
Para que todos iniciemos desde la misma página, vamos a seguir lo que Bobbio, Matteucci y Pasquino divulgan sobre el concepto en el «Diccionario de política». Frente al debate académico sobre si estamos frente a un régimen sultánico, de autoritarismo competitivo o neopostotalitario, Mario Stoppino –quien escribe la entrada sobre dictadura para el diccionario– indica: «Hasta ahora no se ha encontrado un término más adecuado que dictadura para nombrar en su conjunto a los regímenes no democráticos modernos». Entonces, ¿por qué cuesta tanto?
Tres serían las características de la dictadura: 1) La concentración e ilimitabilidad del poder: El gobierno dictatorial no está frenado por la ley, está por encima de la ley y traduce en ley su propia voluntad; 2) Un trasfondo social y político, como consecuencia de una grave crisis del régimen democrático, por lo que la dictadura estimula la movilización permanente de la población; y 3) Con problemas en la legitimidad y sucesión del poder: El pueblo se ve obligado a manifestar por completo a la dirección política del dictador, para que este pueda proclamar que su acción está basada en la voluntad popular, lo cual no resuelve el problema de la legitimidad y la transmisión del poder.
¿Qué razones esgrime nuestra clase media intelectual para describir lo que hoy domina Venezuela como una dictadura? A nuestro juicio hay dos grandes motivos, que comentaremos a continuación, junto a algunas consecuencias prácticas de dicho desvarío perceptivo.
1) El «trauma alemán». En un sector de la intelectualidad, propia y ajena, prima la idea orwelliana que una dictadura debe ser similar al dominio nazi sobre buena parte de Europa en la década de los 40. Una sociedad totalitaria donde hombres y mujeres están vigilados las 24 horas del día, donde el menor gesto de disenso es imposible y las osadías son pagadas, sin distinción, con cárcel y asesinato. Si la idea alemana nacionalsocialista domina el imaginario occidental sobre lo que es una dictadura, de este lado del planeta, en América Latina, la evocación dictatorial remite a Augusto Pinochet.
Nuestros sesudos analistas desmeritan como una dictadura al chavismo realmente existente hoy dado que ellos pueden opinar en contra, que mandan un tuit, que aparecen en una entrevista. Aquí no sólo se obvia que los autoritarismos del siglo XXI son, y deben ser, diferentes a los del siglo pasado. Sino también, para hablar del caso chileno, que durante los 15 años la dictadura de Augusto Pinochet no fue uniforme, ni tuvo la misma intensidad represiva de sus primeros años durante todo su mandato. Luego de su sangriento golpe de Estado, cuando se utilizó un estadio para albergar a siete mil personas detenidas, y cuando se creyó haber controlado la situación, la dictadura pinochetista toleró –porque no la veía como una amenaza para su permanencia en el poder– la existencia de burbujas de disenso.
Como ejemplo de estos grises tenemos que en 1984, bajo dictadura, una banda de rock llamada Los Prisioneros editó un primer disco, «La voz de los 80», seguido por otro llamado «Pateando piedras» en 1986, con canciones protesta sobre lo que vivía la juventud chilena en esos momentos.
El plebiscito del fin de la dictadura ocurrió en 1988. Según este curioso razonamiento, como no tenemos un ambiente opresivo como la Europa de inicio de los 40 ni somos vigilados por la Stasi, no podemos calificar lo que padecemos como una dictadura. Esta no es una opinión exclusivamente endógena.
Alguna vez un militante de izquierda argentino me comentó: «Cuando ustedes tengan 30 mil desaparecidos, hablamos de dictadura». Siguiendo esta línea de pensamiento, empero, tampoco en Cuba, con la bloguera Yoani Sánchez y diferentes disidencias actuando dentro de la isla, habría una dictadura.
2) La «pulsión socialdemócrata» por salvar la etiqueta izquierda: Venezuela, debido al estado de bienestar petrolero, cimentó una de las culturas socialdemócratas más extendidas del continente, lo que generó una poderosa filiación identitaria con la izquierda en nuestros opinadores mayores de 40 años. Por ello Maduro representaría una deriva autoritaria, criticable todo lo que se quiera, pero jamás una dictadura. Dictadores son los otros, «los de derecha». Esta influencia es la que explica, finalmente, porque hay sectores de la oposición que continúan aseverando que un gobierno con ascendencia de María Corina Machado, epítome de todo lo que cuestionan teóricamente, seria «peor» que lo que hemos conocido hasta ahora.
Curiosamente, este prurito va acompañado de un esfuerzo inverso. No importa que Maduro denomine a su gobierno de esa manera, o que el resto de las fuerzas progresistas planetarias del continente lo consideren como tal, nuestros socialdemócratas clasemedieros seguirán argumentando que Maduro «no es socialista». Diferentes vínculos emocionales, por muy problematizados que pueden estar, les impide llamar a las cosas por su nombre. Como una protección ante el potencial vacío ideológico, Maduro sería el cuasimodo de la familia, que muy en el fondo tendría buen corazón. Los verdaderos monstruos estarían en otro lado.
Las discordancias en el diagnóstico tienen diferentes consecuencias prácticas. Para los más militantes les permite mantener una política sectaria, donde la reafirmación de la pureza revolucionaria sería más importante que la posibilidad de, desde la humildad generosa, ser parte de un esfuerzo unitario por recuperar la democracia. Para los menos beligerantes, que Maduro sea un «demócrata acorralado» por los dislates de su némesis MCM, les consiente el promover una política de diálogo, colaboración, incentivos y concesiones a toda costa, como base de su teoría de cambio.
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Aclaramos que la necesidad de las definiciones no es para exponerse innecesariamente, dadas las circunstancias. Pero cuando se tiene una idea clara de a lo que nos estamos enfrentando, nos permite tomar las medidas organizacionales internas, y estratégicas externas, para enfrentarlo más eficientemente. Esto será particularmente importante a partir del 11 de enero de 2025.
Rafael Uzcátegui es sociólogo y codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (GAPAC) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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