La no-ciudad, por Marco Negrón
@marconegron
Entre las décadas de 1960 y 1970 gozó de mucho prestigio entre los intelectuales y técnicos una visión abiertamente pesimista sobre la ciudad latinoamericana. Quizá una de las más radicales fue la expresada por Víctor Luis Urquidi, un pensador mexicano de sólida reputación vinculado al pensamiento desarrollista de la Cepal quien hace 50 años afirmaba que “Las naciones latinoamericanas están asediadas por la ‘ciudad prematura’, anticipo de una futura ‘no-ciudad’”. Ella caló también entre la clase política de algunas naciones que orientaron sus políticas a frenar la expansión urbana, particularmente de las ciudades más grandes.
Sin embargo, de aquellos años para acá el panorama ha cambiado sensiblemente porque en algunos países se entendió que, más que un lastre, las ciudades podían ser una potente palanca para el desarrollo de las respectivas sociedades.
Es así que un número significativo de esas urbes, entonces desahuciadas, terminaron protagonizando cambios radicales, al punto de que en algunos casos se han convertido en referente mundial. Ocurre así con la brasileña Curitiba, donde se inventaron los BRT o buses de tránsito rápido, hoy adoptados en centenares de ciudades de todo el mundo como sustituto o complemento de los costosos trenes metropolitanos subterráneos, y donde también, con la exitosa experiencia del Plan Director, se rescató el prestigio de la planificación urbana, entonces muy devaluada a lo largo y ancho del planeta por su aparente incapacidad para lidiar con los problemas de la ciudad.
En tiempos de Pablo Escobar Medellín llegó a ser la capital mundial del crimen, superando los 300 homicidios por mil habitantes, pero, cuando la visitó en 2007, Oriol Bohigas, uno de los artífices de la transformación de la Barcelona olímpica, definió su experiencia reciente como “un plan de reforma social, basado primordialmente en una reconstrucción urbanística… de gran trascendencia para las experiencias urbanísticas y políticas contemporáneas”. Ratificando esta impresión, en 2013 la Universidad de Harvard le otorgaba a la capital paisa el Premio Verónica Rudge al Diseño Urbano Verde, el más prestigioso del campo.
Muchas otras ciudades de la región como Lima, Guayaquil, Bogotá o Quito, incluso megalópolis como Sao Paulo o Ciudad de México han vencido la que pudiéramos llamar la maldición de Urquidi y, sin que ello quiera decir que han superado todos sus problemas, hoy, como señala un reciente informe de Naciones Unidas, parecen contar con todos los requerimientos necesarios para alcanzar un desarrollo urbano sustentable en los años y décadas por venir.
Entre 1980 y 1990, cuando se desató la crisis económica que terminó desembocando en la catástrofe actual, era Caracas la que parecía estar en esa posición: era la sexta ciudad de la región en contar con un sistema subterráneo de transporte masivo, había levantado obras de la magnitud y calidad de la Biblioteca Nacional, el Teatro Teresa Carreño, el Parque Central o la urbanización Caricuao, creaba espacios públicos hermosos y de gran vitalidad, su Ciudad Universitaria era reconocida como patrimonio de la humanidad, había desarrollado un sistema de museos de primer nivel y un festival internacional de teatro de gran prestigio y, quizá lo más importante, se inscribía en un proceso de reforma del Estado, que abría las puertas a la autonomía de los gobiernos locales.
Lamentablemente, en las elecciones presidenciales de 1998 se impuso la contrarrevolución chavista; entonces, con base en documentos y declaraciones de sus asesores y líderes, en julio de 1999 nos atrevimos a adelantar un pronóstico: “se está a las puertas de una verdadera contrarrevolución territorial que sin duda, a la larga, terminará por abortar, pero después de que la sociedad haya pagado un altísimo precio y sufrido daños que en aspectos cruciales podrían ser irreversibles”. Desgraciadamente el tiempo nos ha dado la razón: la “no-ciudad” terminó instalándose donde menos parecía posible.