La nueva generación, por Américo Martín
Twitter: @AmericoMartin
Fui invitado a un interesante foro en el que debí responder muchas preguntas. Una en particular me pareció tan importante que decidí desarrollarla por escrito.
¿Será necesario que una nueva generación tome la dirección política en Cuba y Venezuela para hacer lo que no quieren o no pueden los viejos líderes?
El prejuicio que la indicada interrogante expresa en cuanto al desempeño de los viejos conductores es históricamente insostenible, salvo que pasemos por alto el papel cumplido por ancianos ilustres como Churchill, Adenauer, De Gaulle, Eisenhower, Nixon, Chou Enlai, Mao Zedong y muchos otros. En la Segunda Guerra Mundial y en su posguerra, ese viejo liderazgo —hablando sin hipérboles y partiendo de conflictuadas esquinas— salvó al mundo.
Más obligatorio que salvar los méritos legítimamente logrados es dar vuelta a esa pregunta del indicado foro, con el fin de poner en evidencia su falacia.
Recuérdese que una nueva generación conduce en nuestro país el timón de la nave y que ha ocurrido de manera más formal en Cuba. Pese a la índole planificada y cuidadosamente manejada del proceso cubano, ha sido este más peligroso y cruento que el venezolano.
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En la históricamente agitada isla, escenario del liderazgo extremadamente contradictorio del apóstol José Martí y del mítico dictador Fidel Castro, la revolución protagonizada por los hermanos Castro, el Che, Camilo, Huber Matos, sencillamente mostraba ya signos avasallantes de fracaso, pese al colosal esfuerzo de sus líderes tradicionales para ocultarlo. Lo lograron a medias, pero cuando las malas noticias sobre su desempeño invadieron el alma tempestuosa de Fidel, y casi inmediatamente la del sobrio Raúl, la onda mortalmente pesimista se expandió como una feroz pandemia por casi todo el cuerpo de la festinada revolución. Sin embargo, entre la cautela y la esperanza, la mayoría decidió confiar en algún milagroso discurso del caudillo para recuperar la fe en la causa, ahora puesto en discusión su destino. A un abismo muy abrupto se habría desplomado la zozobra del máximo líder, que su esperada respuesta fue realmente aterradora.
Convocó un homenaje a sí mismo en el Aula Magna de la Universidad de La Habana —recinto en el que, por cierto, nunca tuvo mayor relevancia— donde volcó un estado de ánimo impregnado de derrotismo. Comenzó preguntando a la nutrida concurrencia: ¿Ustedes creen que la revolución pueda sucumbir? ¿No piensan que una perestroika cubana pueda destruir la Cuba socialista?
Como un resorte, la multitud se puso en pie rugiendo. ¡Nunca! ¡El socialismo nunca será vencido! Castro la cortó en seco. Pues yo creo que si no hay una vigorosa reacción y cambiamos ahora, todo se irá al diablo.
Era obvio que el caudillo no podía más, con el tiempo lo siguió su incondicional hermano menor, con una decisiva diferencia, asomó el contenido del cambio: la apertura económica y la apertura política y urgió a aplicarlas inmediatamente. Sus palabras fueron: «No podemos seguir dando vueltas al borde del precipicio sin caer en su oscuro fondo».
Raúl siempre fue un hombre práctico que no se ufanaba de su manejo de la ideología y se aferró a lo que estaba a la vista y daba resultado, «el socialismo de mercado chino», salido de la férrea voluntad de Den Xiao Ping. No se le escapó a Raúl la perspicacia y el pragmatismo del reformador asiático y procedió a hacer lo mismo.
Muy a pesar de las abismales diferencias entre las dos realidades, impusieron a los cubanos una serie de retoques con el objeto de «cubanizar» el viraje.
Fue así como, del flamante proceso abierto a la imaginación de los líderes emergentes, se fue estructurando la nueva generación del cambio en Cuba.
Su fuerza reside en la autenticidad de origen y en su habilidad para sumar aportes de otros. Del grupo de nuevos miembros del Buró Político del PCC, el más joven y uno de los más competentes es Miguel Díaz-Canel, quien fue ministro de Educación. Estuvo con Raúl en tiempos cruciales y específicamente durante la realización del VI Congreso del PCC, que le dio el mando del Estado, del partido y del poderoso Ejército cubano después de quitárselos, sin estridencias ni maltratos, a Fidel.
El hermano menor pronunció entonces su primer discurso oficial desde la cima del poder. Díaz-Canel fue el encargado para responder, de modo que fue muy visible la identidad política de los dos. Y la razón por la cual se otorgó el honor y tamaña responsabilidad evidenciaron sus lazos de amistad.
La cuestión es que los dos fueron percibidos como los aliados decisivos del alto mando estatal y partidista, pero aparentemente podría explicar los delicados problemas que, en tiempos recientes, han estallado en las esferas dominantes de la organización, al punto de dejar entrever el ardiente drama que está manchando la casi familiar conexión alrededor de Raúl y Díaz Canel, entre los más altos dirigentes políticos y militares.
Presento esta prueba maciza al canto: es público y notorio que en solo nueve días murieron cinco generales de la más alta graduación y elevadas responsabilidades. ¿Como murieron? ¿Quién los asesinó?
Un hecho tan brutal y escandaloso no puede permanecer oculto en la bruma ni tapiado por un oscuro e interesado silencio. La verdad brillará profunda y certera como el canto de la alondra en la mañana. y entonces habrá que preguntar cuándo llegará esto a su fin.
Américo Martín es abogado y escritor.
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