La «politización» de los DDHH, por Rafael Uzcátegui
Twitter: @fanzinero
Desde José Luis Fernández-Shaw hasta Diosdado Cabello, todos quienes adversan el trabajo de las asociaciones independientes en el país han intentando posicionar una matriz de opinión en las últimas semanas: La defensa de los derechos humanos «se ha politizado» o, con variantes, las ONG se han convertido en «actores políticos». La afirmación intenta allanar el camino para restringir, aún más, el ejercicio del derecho de libertad de asociación y reunión en Venezuela.
Lo «político» goza de poco prestigio entre nosotros, como lo sugiere nuestra actual crisis de representación. El populismo necesita reforzar que la construcción de consensos –precisamente el área de la acción política en mayúsculas– no sólo es ineficaz sino corrompible, y que por tanto hay que seguir apostando a su contrario, el autoritarismo del partido o del caudillo. Por ello una buena manera de intentar desacreditar cualquier acción ante la ciudadanía es sugerir que usted, o yo, tenemos «motivaciones políticas».
En el caso que nos ocupa luego de la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, en 1948, se hicieron muchos esfuerzos por dar a conocer lo que aquello significaba. Las primeras organizaciones de derechos humanos en la región, incluyendo Venezuela, comenzaron su trabajo dedicando buena parte de sus primeros años en educar y difundir tanto sobre lo que era el concepto como sus responsabilidades estatales derivadas.
Luego de la caída del Muro de Berlín y el agotamiento de la confrontación ideológica izquierda-derecha, los derechos humanos comenzaron a popularizarse como los principios con mayor influencia para alcanzar una vida con dignidad para todos y todas las habitantes del planeta.
Acelerado por la revolución tecnológica informacional de la globalización, la palabra se convirtió en un término políticamente correcto en la cultura, sociedad y en las relaciones multilaterales. Empero, aquello no ocurrió fortuitamente: Fue también consecuencia de un activismo deliberado que deseaba colocar aquello en boca de todos. Entonces, que un dirigente o miembro de un partido determinado lo aluda no puede ser interpretado negativamente sino todo lo contrario: Como un triunfo del movimiento de derechos humanos, incluyendo a las víctimas de vejaciones, que lograron posicionarlo en el debate público.
Catalina Fernández Botero, en su libro Los límites de la fuerza. Mitos y verdades sobre los derechos humanos, afirma: «Los DDHH no son patrimonio de ningún sector político. Sin embargo, ello no significa que no sean políticos: al referirse a la relación entre los individuos y el Estado, el concepto es eminentemente político». Más adelante, agrega: «¿Cómo no van a ser políticos los derechos humanos si son las garantías que nos permiten la participación política? ¿Cómo vamos a «despolitizar» la pregunta sobre los límites de la actuación del Estado y las protecciones que tienen los ciudadanos? Pedir que el debate sobre derechos humanos no esté cruzado por la política es tan absurdo como pedir que el debate sobre la Constitución –la autora escribe desde Chile– no sea político. No puede sino serlo».
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En el más bienintencionado de los casos, la supuesta acusación sobre la «politización de los derechos humanos en Venezuela», el único país del continente sujeto a una investigación en marcha por la Corte Penal Internacional, es curiosa. No dejo de pensar que su verdadera motivación es ideológica –o afectiva, casi lo mismo–. El problema es cuando quienes percibimos como «los otros» –los conservadores o cualquiera fuera de la constelación progresista– lo invocan como parte de su crítica frente a lo que nos es más cercano.
Por ejemplo, las organizaciones políticas y sociales que finalmente llegaron al poder en Colombia con Gustavo Petro siempre acusaron a liberales y conservadores sentados en el Palacio de Nariño de ser violadores de derechos humanos, un señalamiento que, correctamente, se extendió por el mundo. Y que recuerde, nunca escuché a nadie decir que el tema de los derechos humanos en el hermano país «se había politizado». En Colombia, Venezuela, o en cualquier nación del globo, las violaciones de derechos humanos van a ser parte de la narrativa de la oposición, independientemente de su color.
La manera de disminuir y neutralizar las críticas al respecto es que las autoridades nacionales promuevan, de manera genuina, políticas para investigar las violaciones, reparar a las víctimas y establecer mecanismos de no repetición de los hechos. En el caso venezolano, un país sin democracia y con emergencia humanitaria compleja, las autoridades han continuado sirviendo el tema en bandeja a todos sus críticos.
El esfuerzo que intenta instalar en el imaginario dominante entre nosotros que la defensa de los derechos humanos o las ONG son «políticas» no es una deriva academicista o un asunto de interpretaciones. La Ley de Defensa de la Soberanía Política y Autodeterminación Nacional, aprobada en el año 2010, tiene una serie de restricciones y penalizaciones para las «organizaciones con fines políticos». Su artículo 3 establece claramente lo que el chavismo realmente existente entiende bajo esa denominación: «Aquellas que realicen actividades públicas o privadas, dirigidas a promover la participación de los ciudadanos o ciudadanas en los espacios públicos, ejercer control sobre los poderes públicos o promover candidatos o candidatas que aspiran ocupar cargos públicos de elección popular». Esta normativa se complementaría con las que se encuentran actualmente en discusión en la Asamblea Nacional – Proyecto de Ley de Cooperación Internacional y el «proyecto de Ley de Fiscalización, Regularización, Actuación y Financiamiento de las Organizaciones No Gubernamentales y Afines».
El apetito autoritario no se saciará únicamente contra las ONG o sus beneficiarios y beneficiarias. Como demuestra ejemplo nicaragüense el objetivo es disciplinar al conjunto de la población, limitando al mínimo sus capacidades autonómicas de asociarse, de manera libre, con quien desee para transformar su realidad y tomar las riendas de su destino en sus manos.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo. Coordinador general de Provea.
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