La sangre de un hombre justo
“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los Cielos”
(Mt 5, 12)
A Fernando Albán lo conocí un día de 2012 cuando desde la Secretaría de Asuntos Gremiales de Primero Justicia, conocida también como Justicia Gremial, me invitó a unirme al equipo político a cargo de la tarea de darle piel, carne, nervios y huesos al programa de gobierno que recién había salido a proponerle Henrique Capriles Radonski al país. Porque como político curtido en las luchas, no en el Este de Caracas sino que en las difíciles barriadas populares del Municipio Libertador, Fernando sabía que ninguna propuesta en Power Point® a cargo de tecnócratas lejanos a la tragedia cotidiana del venezolano pobre tendría futuro en un país tan cruelmente escindido como Venezuela.
Con la ayuda de algunos amigos y no pocas veces con nuestros propios recursos, Fernando y yo salimos a recorrer el país profundo. A nosotros se unirían entrañables compañeros, militantes de toda la vida. Pero fueron muchos más los que se agregaron al paso de aquella cruzada de alegría y de pasión por Venezuela a la que nos convocara Fernando. Una de ellas fue la antropóloga y fotógrafa venezolano-americana Gina Santi. El acucioso lente de Gina nos legaría, para nuestro consuelo hoy, las hermosas imágenes de aquel inmenso esfuerzo que entre mosquitos y empanadas de carretera, cruzando el Orinoco en chalana, Fernando prodigó por todo lo ancho de este país; pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, municipio a municipio, estado a estado. Ni uno solo dejamos de visitar.
Andar de gira con Fernando era como caminar bajo la guía experta de un verdadero “boy scout” de la política grassroots. El morral que Fernando siempre llevaba al hombro era como la maleta del Gato Félix: uno podía encontrar en el estrictamente de todo. Desde un abrelatas, por si había que “resolver” con un potecito de sardinas, hasta un cable de extensión, dentífrico, acetaminofén para el dolor de cabeza, agua mineral para la sed, un rollo de tirro o un bombillo de Video Beam® de repuesto, “por si se nos quema a mitad de presentación el que esté en uso”.
Consciente del valor que en nuestra cultura política tienen la cercanía y el afecto, Fernando supo prodigar ambas cosas por donde quiera que le tocó ir.
Porque Fernando era un convencido de que la única política posible en este país nacía no de las falanges dispuestas sobre el teclado sino de los ojos que con piedad se asoman a la mirada del venezolano más postergado
Célebres eran sus llamadas telefónicas “de mantenimiento”, que sorpresivamente hacía, estando en Margarita, para felicitar por su cumpleaños a algún compañero del Táchira o para interesarse por la salud de otro, allá en Maracaibo, cuando su ruta lo llevaba camino a Puerto Ordaz y Ciudad Bolívar. Organizador nato, a su paso diligente dejaba al partido estructurado, a los comandos políticos constituidos y, lo que era más importante aún, al discurso de cambio sembrado allí donde la esperanza parecía haber pasado de largo.
Católico ferviente y hombre de fe profunda y militante, con frecuencia nos invitaba a compartir la Eucaristía en alguna iglesia de pueblo. Porque en Fernando el ejercicio de la política se hermanó siempre con el de la caridad que es virtud del cristiano. Fernando Albán no solo fue un buen político, sino sobre todo un político genuinamente bueno. De regreso al servicio hospitalario y distanciado ya de aquella febril actividad política de los años 2012 al 2014, muchas veces me encontré a Fernando, concejal de Caracas, al frente de la operación de dos de los programas que más amó: el de la “Olla Solidaria” de Cáritas, en la Parroquia Universitaria, y el del “Kilo de Amor”, con el que se empeñaba en mitigar en algo el indecible tormento de tantos caraqueños que entre las basuras buscan qué comer.
Fue Fernando, además, un hombre de familia. Al final de aquellas giras nuestras, de regreso a Caracas, nos llenaba de acemas, panes sobados, dulces de leche y conservitas de todo tipo: “El que está en política no puede aparecerse con las manos vacías en casa”. Por donde quiera que anduviésemos, Fernando estaba al pendiente de sus jóvenes hijos: de sus estudios, sus lecturas, sus decisiones. Por más exigente que fuese la jornada, por más difícil que resultase el trance, la preocupación por sus hijos estaba siempre en él. “A partir de ahora” –me dijo cuando nació mi primera hija- “conocerás una angustia nueva que no te dejará nunca, ni siquiera cuando crezca”.
Así era Fernando Albán, un hombre de bien cuyo cuerpo destrozado sus amigos recibimos entre ahogados gemidos a las puertas de la horrible bastilla que la represión comunista levantó en Plaza Venezuela
¡Fernando, hermano! ¡Con lágrimas en los ojos termino estas pobres líneas en tu homenaje, líneas que jamás pensé llegar a escribir! Porque nadie, salvo la maldad estructurada que nos somete, habría pensado jamás en hacerte daño: ¡a ti, que prodigaste todo el bien que pudiste!, ¡a ti, que tantas veces te quitaste el pan de la boca y la franela del pecho para darla a quien la necesitase! Como tantas otras veces en la sufrida historia de este continente y de este país, la sangre de Abel ha sido derramada: ¡sangre de hombre justo vertida a manos de criminales omnipotentes; carne venezolana desgarrada por el filo de esa poderosa máquina de generar dolor que es el régimen rojo!
¡Descansa en paz, caro amigo! ¡Tus compañeros de lucha jamás dejaremos caer las banderas de justicia y de concordia que con pasión venezolana siempre enarbolaste! ¡Bienaventurado seas, Fernando! Porque a quienes como tú lo han dado todo por la causa de la justicia les está reservado desde ya un lugar a la diestra del Altísimo