La superioridad moral, un vicio político, por Alejandro García Magos
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En México se ha instalado un sentimiento de superioridad moral entre nuestros gobernantes con respecto a sus adversarios políticos y ciudadanía en general. Se trata de un vicio de pensamiento que en política tiene consecuencias negativas al reducir a individuos concretos a caricaturas estereotipadas.
La superioridad moral de la que hablo no es un simple adjetivo calificativo. Es un fenómeno conocido en Ciencias Sociales, tipificado en inglés como self-righteous moralism. Dan Avnon, profesor de Teoría Política de la Universidad Hebrea de Jerusalem, lo define como «una sensación particular (de uno mismo) que transforma a personas potencialmente sensibles y sensatas en defensores insensibles y dogmáticos de la justicia absoluta: autoproclamados, por así decirlo».
Como se desprende la definición anterior, la superioridad moral es un poderoso reactivo en el juego democrático al apelar tanto al narcisismo como a la santurronería.
No lo digo yo, lo sugiere la ciencia. Un estudio publicado por la Universidad de Pennsylvania titulado Narcissism in Political Participation muestra que individuos con tendencias narcisistas son más proclives a participar en actividades políticas, tales como contactar a sus representantes, firmar peticiones, votar, hacer donaciones, etc. La conclusión de uno de los investigadores, Peter K. Hatemi, es sombría: «Si los que son más narcisistas son los más comprometidos, y el proceso político en sí mismo está impulsando el narcisismo en el público, en mi opinión, el futuro de nuestra democracia podría estar en peligro».
En México vemos ejemplos de esto todos los días. Empezando por el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien un día y otro también les restriega a los partidos de oposición que están «moralmente derrotados». No se trata de una simple salida de tono. Otra frase que le encanta y repite desde hace años es: «El triunfo de la derecha es moralmente imposible», atribuida a Benito Juárez, presidente de México entre 1858 y 1872.
Al respecto, Luis Carlos Ugalde, presidente del Instituto Nacional Electoral (INE) entre 2003 y 2007, reflexiona en sus memorias políticas: «¿Qué ocurre, sin embargo, si los votantes dan el triunfo al candidato ‘moralmente imposible’, como fue el caso en 2006? Si López Obrador descalificaba por adelantado el triunfo del candidato del Partido Acción Nacional (PAN) con base en consideraciones morales, ¿cómo podría aceptar esa victoria en el plano legal? ¿Cómo podrían sus seguidores aceptar el triunfo de Felipe Calderón si su líder lo vituperaba citando a Benito Juárez de manera inexacta y fuera de contexto histórico?».
Es importante aclarar, sin embargo, que el fenómeno de superioridad moral no es exclusivo de los actuales gobernantes del país. Miguel de la Madrid Hurtado, presidente de México entre 1982 y 1988, de forma similar eligió como lema de campaña y de gobierno la enigmática frase «Por la renovación moral de la sociedad». De la Madrid fue candidato por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) en tiempos en que todavía era un sistema de partido hegemónico: uno donde se tolera a los partidos de oposición, pero no se les permite competir en igualdad por lo que no hay alternancia.
Una de sus primeras acciones de gobierno, tan solo unos días después de tomar posesión del cargo, fue justamente promover una reforma constitucional llamada «Fundamentos de la Renovación Moral». Con ello intentaba erradicar por decreto la corrupción en el país. Su antecesor en el cargo, el también miembro del PRI, José López Portillo (1976-1982), había dejado al país hipotecado y en el fango de una corrupción desbocada. Hombre libertino como el que más, López Portillo mostraría años después su desagrado con la deriva moralina de Miguel de la Madrid en entrevista con el excanciller Jorge G. Castañeda: «Siempre me pareció que procurar la moral desde el Estado era regresar a tiempos superados por el derecho. El ‘Estado moral’ fue el Estado medieval, inquisitorial, pero el Estado de derecho es otra cosa».
Ahora bien, la superioridad moral no es un asunto exclusivo de México, para nada. Como lo he señalado con anterioridad, se trata de un fenómeno ya bien conocido y estudiado. Sin ir más lejos, lo vimos en noviembre pasado en las elecciones de Estados Unidos, donde los partidos Demócrata y Republicano se imaginaban del lado correcto de la historia. El resultado fue que ambos partidos abandonaron al votante indeciso y moderado y optaron por azuzar y movilizar a sus bases más recalcitrantes.
Vaciado el centro político, los candidatos y sus seguidores se movieron a los flancos y abrieron las puertas al radicalismo y la polarización. El asalto al Capitolio no fue un accidente, fue el resultado de la propagación de sentimientos de superioridad que inducen a individuos a autoproclamarse defensores del orden y la justicia.
Lo que pasó en el Capitolio estadounidense el pasado 6 de enero es un ejemplo del impacto que puede llegar a tener la superioridad moral sobre nuestras acciones y buen juicio.
Como todo vicio, la superioridad es una sensación placentera, un feel-good movement como lo señala Avnon, pero cuidado: puede llevar a algunos a despreciar la ley y los datos duros cuando estos favorecen al adversario. Eso en el mejor de los casos. En el peor, es un germen de violencia verbal e incluso física. Esto es cierto tanto para gobernantes como gobernados.
Alejandro García Magos es profesor de Ciencia Política en la Universidad de Toronto y Doctor por dicha universidad. Máster en Ciencia Política de la Univ. de Calgary. Especializado en democracia y autoritarismo en México. Editor Senior en Global Brief Magazine.
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