La victoria de Lula, por Teodoro Petkoff
Es imposible no comentar el triunfo de Dilma Rousseff en Brasil. Es el justo reconocimiento a los ocho años del buen gobierno de Lula y de su partido, el PT. A pesar de su a veces errática política exterior y de los escándalos de corrupción que mancharon su gestión, el legado de Lula permite hablar de una era con su nombre: la era Lula. O filho do Brasil demostró la estatura de un estadista. La formidable muestra de sentido común y de realismo que significó mantener, prácticamente sin variaciones, la política macroeconómica que heredó de su antecesor, Fernando Henrique Cardoso y de su ministro de Hacienda, casualmente el contendor de Dilma, José Serra, fue, en sí mismo, un logro formidable.
Reveló que Lula nunca fue uno de esos tipos sectarios, de visión estrecha, de esos que conciben el gobierno como la negación de todo lo que se hiciera antes de ellos, sino un hombre de amplitud de miras, que supo calibrar bien cuánto dependía el éxito de su gobierno de una estabilidad económica que le diera sustentabilidad al resto de sus políticas, en especial a la social. Lula no hizo olas en política macroeconómica. Dejó que lo que iba bien, siguiera bien.
Pero esto fue acompañado de una política de extraordinario alcance, que permitió a 30 millones de sus compatriotas abandonar la pobreza y que la clase media brasileña llegara a ser la mitad de la población del país, lo cual contribuye, en circunstancias de un boom económico como el vivido por Brasil, a una notable estabilidad social y a un elevado nivel de gobernabilidad. La era de Lula vio a Brasil situarse como una de las cuatro potencias emergentes del planeta. La única, junto con India, verdaderamente democrática. Brasil ha conocido dieciséis años consecutivos de estabilidad no sólo política sino económica.
Los ocho de Cardoso y los ocho de Lula, han sido años de sostenido crecimiento económico, a tasas bien por encima de la tasa de incremento poblacional, lo cual significa crecimiento real de la producción y del ingreso per capita. En estas condiciones, los programas sociales no eran mero asistencialismo o caridad de Estado sino el indispensable complemento, en un país de pobres, de una política económica que lo requiere, para romper el nefasto círculo vicioso de la pobreza. Bien seguramente Dilma seguirá la senda trazada por el hombre a quien le debe la presidencia.
En el lado flaco de la gestión de Lula habría que apuntar una política exterior no siempre asertiva y en la cual en ocasiones se percibía en el Presidente la condición de gestor de los intereses cuasi-imperiales de su poderoso país. Particularmente infortunada fue su insensibilidad ante el tema de los presos políticos cubanos y su infeliz comparación del fallecido Orlando Tamayo con los delincuentes comunes de Brasil. En relación con nosotros, Dilma probablemente mantendrá las ambigüedades de Lula, pero quizás sin el ingenio de éste, que le permitía a veces burlarse de Chávez y a veces pasarle la mano. Un mercado de siete mil millones de dólares no es como para hacerle ascos a esta dudosa «democracia» venezolana, los actos de cuyo Presidente serían absolutamente intolerables en Brasil pero bien le valen a la burguesía brasileña y a su gobierno una misa. Que siga yendo bien Brasil, pues, porque es lo mejor no sólo para ellos sino para toda América Latina.