La vida del venezolano, por Stalin González
La vida del venezolano —dentro y fuera del país— es una permanente incertidumbre. En el territorio nacional, cada día es una batalla contra servicios básicos colapsados, salarios que no alcanzan ni para sobrevivir, una inflación que devora cualquier planificación posible, y un sistema político autoritario que ahoga libertades y derechos. Aquí no se trata solamente de una crisis económica: es una crisis de sentido, de futuro, de confianza colectiva. Vivir en Venezuela para millones ya no es solo «difícil», es vivir con la angustia de no saber si mañana será posible sostener ni siquiera la supervivencia.

Pero el venezolano que tuvo que irse, el que migró por necesidad, esos 8 millones de acuerdo a Acnur, tampoco escapa de esta sombra. Allá afuera el dolor es distinto, pero igual de profundo: perder el hogar, perder el país, ver cómo tu identidad se vuelve sospechosa, cómo incluso en ocasiones se convierte en motivo de discriminación, en objeto de xenofobia y rechazo.
Y lo más grave es que esto no ocurre solo de parte de ciudadanos radicalizados: muchas veces son funcionarios públicos quienes discriminan, humillan o desprotegen al venezolano, como si ser venezolano fuese un delito. Nuestra diáspora vive entre el dolor de no pertenecer totalmente allá, y el dolor de no poder retornar aquí.
Recientemente, en Estados Unidos la situación es aún más alarmante esta semana. Este viernes 7 de noviembre expiró el periodo de gracia para los venezolanos que cuentan con el TPS otorgado en 2021. Eso significa que más de 600.000 venezolanos pasaron, en un solo instante, a ser considerados indocumentados. Apenas unos cinco mil venezolanos mantendrán permisos de trabajo hasta 2026. Pero todos, sin excepción, quedarán expuestos, vulnerables, sin protección migratoria sólida si no tienen otra solicitud que los ampare.
El venezolano hoy vive en orfandad dentro y fuera del país. Aquí porque el Estado no protege, allá porque los Estados receptores muchas veces tampoco lo hacen. Somos una nación que fue arrancada de su propio tejido social y dispersada por el mundo sin garantías mínimas.
Por eso, hablar de derechos humanos para los venezolanos no puede limitarse a nuestras fronteras. Se debe abogar por el respeto de los venezolanos en todas partes del mundo. Somos millones marcados por un proyecto político que destruyó instituciones, tejido productivo, bienestar y futuro.
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Venezuela necesita reconstruirse para que su gente no tenga que marcharse, y para que los que están afuera puedan volver sin miedo. Si no se garantizan derechos, estabilidad, crecimiento económico, institucionalidad y democracia en casa, el drama de la incertidumbre seguirá creciendo como un trauma colectivo sin resolución.
No merecemos seguir siendo huérfanos de Estado en ninguna parte del mundo.
Stalin González es político, abogado y dirigente nacional del partido Un Nuevo Tiempo
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