«Las calles son del pueblo, no de la policía» (Jorge Rodríguez, 1970)
La verdad es que provoca gritar las más expresivas groserías de nuestro idioma, aquellas que aluden a las señoras que los trajeron al mundo. Se necesita haber roto ya todos los diques del pudor y la sensibilidad para proceder como lo hacen ciertos jueces y fiscales, tarifados o acobardados al extremo. En menos de una semana, se dictaminó juicio en libertad para uno de los patoteros que dejaron seriamente lastimados a varios periodistas de la Cadena Capriles (a sus compañeros ni siquiera se han tomado la molestia de simular que los buscan), y se ordenó cárcel para once trabajadores de la Alcaldía Mayor, así como para el Prefecto de Caracas, Richard Blanco. En ambos casos el COPP pauta el juicio en libertad. Pero, en lo del patotero, hubo lesiones graves, agavillamiento, desorden público, alevosía (y cobardía, porque aunque no sea delito hay que registrarla también) y sin embargo, el COPP fue aplicado. Con lo de los trabajadores de la Alcaldía, si acaso hubo desorden público, pero creado por los tombos de la PM al atacarlos, sin motivo alguno, porque antes de eso ni siquiera obstruían el tráfico. Nadie fue lesionado. El juicio en libertad es obvio por cierto, si es que hubiere necesidad de juicio, porque ¿de qué pueden ser acusados unos pacíficos ciudadanos que simplemente querían dejar un documento ante el TSJ, protestando por los abusos que el gobierno nacional comete contra ellos? Lo del Prefecto es igualmente canallesco.
Detenido por nada, se ordena juicio privado de libertad. Dos raseros, dos patrones morales y éticos. Un mismo propósito: negar el uso de la calle como escenario de la protesta y el reclamo. Asustar, pues.
Cuando la lucha armada de los sesenta, hubo un delator, devenido después en esbirro y torturador, que cuando atormentaba a sus antiguos compañeros solía experimentar ataques histéricos, gritando, fuera de si, «Pero canta, carajo, canta, que yo no puedo ser el único delator». Es el caso.