Las élites bobas, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
La ocupación de las instalaciones de El Nacional por orden judicial el pasado 14 de mayo me llevó de vuelta a la noche del 6 de diciembre de 1998 en la que, desde una improvisada tribuna en el Ateneo de Caracas, Hugo Chávez se dirigió al país como presidente electo. Con el tricolor nacional cubriendo el podio y frente a una multitud delirante convencida de que ahora sí «se iban a componer las cosas», el otrora oscuro jefezuelo de la militarada del 4F pronunció la primera de sus incontables peroratas. A sus espaldas, solemne y circunspecta, se plantó oronda buena parte de la intelligentsia caraqueña, la misma que durante años merodeó por aquellos predios conferenciando y pontificando, cuando no hablando pendejadas o simplemente «martillándole» un café al primer tontuelo con el que se topara tras convencerle de estar ante un verdadero intelectual.
El Ateneo de Caracas fascinó a mi generación. Grandes fueron las expresiones del pensamiento, el talento y la creatividad que descubrimos en el maravilloso Festival Internacional de Teatro y en el de Jóvenes Coreógrafos, con el GA 80 de Juan Carlos Gené, en la sala Margot Benacerraf, en los Espacios Cálidos, en la librería y su café —lugar para ver y ser vistos— así como en un montón más de expresiones cultas de una Caracas que ya no existe.
De todo aquello apenas pervive un recuerdo nostálgico agazapado hoy en una hermosa casona vintage en La Colina, tras ser desalojado de la estupenda sede que les diseñara Gustavo Legorburu, a fines de los 70, ocupada ahora por una pretendida escuela de arte cuya misión encuentro comparable con la de aquel patético Instituto de Cultura Artística que, en 1921, los bolcheviques montaron para que tipos como Chagall y Kandinsky no se pasaran de creativos. Porque sabido es que toda revolución quiere y requiere de una estética a su justa medida y la bolivariana tampoco en eso quiso ser la excepción.
Mil veces se advirtió aquí quién era Hugo Chávez y a qué venía. Pero más pudo la disputa menor, en buena medida promovida por élites aguijoneadas por el «reconcomio», deseosas de vengar la afrenta de la cátedra universitaria no otorgada, del premio literario o la edición que le dieran a otro, del cargo público o el financiamiento no adjudicado o la agregaduría cultural negada. Miserias todas de esa gauche divine caraqueña de sudorosa e ilustrada axila; hombres que, entre acto y acto, en la oscuridad de la sala Horacio Peterson, rumiaban las culpas durante la lucha armada de los años 70 mientras oteaban a quien le habría de brindar las cervecitas –al menos eso– en el Don Sol de Sabana Grande al terminar la función. «Izquierda caviar» de sibaritas sin dinero, convencidos de que «de la burguesía, sus mujeres y sus vinos». Por eso corrió a abrazarse con pasión a la militarada del 4F, segura de que entonces sí se le iba «a dar la vaina».
*Lea también: Los pensadores positivistas y el gomecismo, por Ángel R. Lombardi Boscán
Y como Cipriano Castro, cuyos «chácharos» colgaron calzoncillos y máuseres en los brazos de la «Venus Criolla» del trágico Alberto Soria de la novela de Manuel Díaz Rodríguez, Hugo Chávez también trajo a los suyos para que 100 años más tarde hicieran lo propio en las rotativas del diario de Puerto Escondido. ¡Élite bobalicona aquella, que pusilánime y obsecuente se prestó a hacer de «telonera» el fatídico 6 de diciembre en el que Venezuela tiró a la república por el albañal! ¡Intelligentsia adulona que, como la del Círculo de Valencia de 1899, no aguantó «dos pedidas» para correr a montarse en el vagón de cola que le ofreciera otro aventurero un siglo después y con ello sacarse viejos clavos, conjurar complejos personales, consolar vidas fracasadas y – por qué no– agarrar «algodón» de lo mucho que habría de lanzar por la ventana aquel coronelito ignorante al que estaban seguros de poder manejar.
Se hace tarde en mi hospital. Con los pulmones carcomidos por la tisis un venezolano agoniza entre angustias y jadeos. Hace 23 años le dijeron a este pobre hombre que la prometida redención por la que siempre esperó había llegado a bordo de un tanque de guerra.
Promesa que en los olimpos «progres» de este país —el Ateneo entre ellos— fuera aplaudida a rabiar por esa caterva de eternos aspirantes a penseurs que por años engordó y envejeció entre las mesas de su famoso café, en medio de interminables citas de Althusser y de Antonio Gramsci o, en el peor de los casos, del inefable Eduardo Galeano –ese Paulo Coelho de la izquierda latinoamericana– cuando no de la insufrible señora Harnecker, cuyos últimos días transcurrieron en el dulce autoexilio…¡canadiense! Siendo justos, lo mismo tendría que decirse de mucho editorialista incendiario que desde las páginas de El Nacional hiciera lo suyo. Ninguno tendría nada que decirnos hoy ante dramas como el de este infeliz moribundo, que al cielo clama en un país preso no solo de la covid-19 sino también de enfermedades vencidas por la medicina hace un siglo.
Será difícil leer sobre estas y otras cosas en las páginas del gran diario fundado por Henrique Otero Vizcarrondo en 1943. ¡Quién sabe incluso si volvamos a tener otra vez entre las manos, como en tiempos que este país de tan corta memoria hoy añora, aunque sea el suplemento dominical de los muñequitos!
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo