Las nuevas profesiones, por Aglaya Kinzbruner
Twitter: @kinzbruner
Cómo serán de molestas, engañosas y dañinas si hasta el insuperable MIT designó a unos científicos de su Departamento de Inteligencia Artificial para reconocer las fake news, las noticias falsas que aumentaron exponencialmente desde la época de la «primera» elección de Donald Trump. Se calcula que las noticias falsas son más del 50% de las noticias. Indudablemente viajan a una velocidad mucho mayor, quizás porque apelan al lado más emocional del lector o porque parecen más verosímiles que la verdad en sí. Esa es la posverdad.
Desde su detección representan un desafío, una batalla. Incluso los problemas de «tráfico» que causan en twitter y en whattsapp parecen superar cualquier expectativa. Realmente, el asunto no debiera ser tan grave porque, si a ver vamos, cualquier noticia que no especifique bien claro, al comienzo, una fuente respetable, es de por sí una posible noticia falsa. El problema es que apelan al síndrome del mago, de la persona que cree saber lo que más nadie sabe, del «dateado».
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¿Es creíble pensar que existen personas que trabajan solas o en equipo para producir tales ex abruptos? Pues así es. Al igual que, por otro lado, hay personas que tratan de averiguar quiénes son y con qué fin lo hacen, a qué partido pertenecen, a qué militancia, a qué país. Ni siquiera Santa Claus se libera de esta indagación, ni los renos tampoco. Como van las cosas, pronto tanto a Rudolph como a Dasher les pedirán pasaporte y visa y se les va a acabar la golilla de viajar por los aires y de gratiñán por añadidura.
Pero, dejando de lado los renos, parece que nada es tan interesante como averiguar cómo funcionan o han funcionado los seres humanos. De los antiguos romanos, por cierto, es bien sabido que tenían tremenda memoria y nunca perdonaban una ofensa. Y, aunque en la antigüedad eran uno de los pueblos que mejor sistema judicial tenían, si se trataba de obtener justicia rápida y expedita, no vacilaban en hacerse justicia por sus propios medios.
Todo se hacía con la mayor discreción posible. Las maldiciones se ponían por escrito a diferencia de los egipcios que las verbalizaban y las colocaban solamente a la entrada de las cámaras mortuorias, los romanos las escribían con un punzón sobre una tablilla de bronce, estaño o plomo por aquello de que verba volant.
En el texto se mencionaba el objeto de la maldición y la pena que se pedía a la entidad que se podía hacer cargo, por ejemplo, Proserpina, la esposa de Plutón, y se sugerían los castigos propios del caso. Nunca se mencionaba el nombre de la persona que había dado inicio al proceso. Es más la tablilla se lanzaba a un pozo o se enterraba para que nunca nadie la encontrase, no sea la fuesen a llevar al maldecido y éste pudiese así iniciar una contra maldición. ¡Ufff!
Sin embargo, para el mejor entendimiento de la historia, muchas de estas tablillas fueron encontradas y reposan en sitios donde son objeto de serios y profundos estudios comparativos. En el Museo Arqueológico Cívico de Bolonia pueden encontrarse algunas. En el Museo Arqueológico Johns Hopkins de Baltimore hay cinco. William Sherwood Fox, un graduado de Johns Hopkins University tradujo una donde se cuentan todos los males que se le desean a un esclavo llamado Ploecio incluyendo que un perro de tres cabezas le arranque el corazón.
No sabemos qué había hecho Ploecio, más que molestar a alguien un tanto irascible, pero es válido pensar que hay similitudes entre las noticias falsas y las maldiciones. El objetivo siempre es causar daño. Una diferencia sería que los romanos se imaginaban una conexión esotérica que ejecutara el castigo y las fake news se cuelan en los medios sociales, sin ayuda aparente.
No podemos adivinar como hubiese reaccionado un romano de hace dos mil años si, por algún salto en el tiempo, se hubiese encontrado un teléfono inteligente: «¿Aló, Proserpina?»
Aglaya Kinzbruner es Narradora y cronista venezolana.
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