Licencia para matar, por Teodoro Petkoff
El problema con los asesinatos cometidos por las policías es que su denuncia no suscita mayor reacción en las autoridades porque estas cuentan con una suerte de tolerancia social ante las políticas de «exterminio». Uno de los resultados perversos del fracaso del Estado en la lucha contra la delincuencia es que genera en amplios sectores de la población reacciones desesperadas y salvajes, como los linchamientos, o la aprobación entusiasta de los asesinatos de malandros. Por eso las autoridades pueden mostrarse indiferentes ante las denuncias sobre los crímenes policiales. Piensan, y no les falta razón, que esos muertos no tienen dolientes.
Hace algunos años, cuando el incendio en La Planta dejó treinta cadáveres calcinados, la reacción más generalizada fue la de minimizar lo ocurrido. «¿Qué importa eso? En fin de cuentas son treinta menos». Peor aún, cuando todos nosotros empleamos corrientemente la expresión «ejecución extrajudicial», participamos involuntariamente de la idea generalizada de que matar hampones podría ser un acto de justicia. No existiendo pena de muerte en nuestro país, es decir, no existiendo ejecuciones judiciales (decididas por un juez), menos aún las puede haber extrajudiciales. Pero la expresión «ejecución extrajudicial» encierra la connotación de que un asesinato policial pudiera comportar, sin embargo, un acto de la justicia, así este no haya sido decidido por un juez.
Hoy, en la página 6, volvemos sobre el tema del «exterminio», con los detalles de lo que está ocurriendo en varios estados del país. Son las policías de estados gobernados por todas las pintas políticas del país las que aparecen señaladas. Estamos hablando, pues, de un mal que trasciende las fronteras políticas, del cual sería inexacto e irresponsable acusar a alguna fuerza política o al propio gobierno central. Es el Estado venezolano el que está colocado en la picota. Lo insólito es que bajo un gobierno que se dice revolucionario y cuyo jefe, en un discurso memorable, intentó justificar la delincuencia, torpe y simplistamente pero no sin parte de razón, como fruto del desquiciamiento social, haya alcanzado los niveles de horror de que hoy damos cuenta, la brutal, inhumana e ineficaz política de exterminio. Que un Gobierno como éste se haga el loco ante esta situación, es ya el colmo.
Normalizar el asesinato policial es el camino más directo hacia la fractura definitiva e irreversible entre la comunidad y la policía. Si la policía no puede interactuar con las comunidades, queda ciega. Si la comunidad no confía en la policía, no hay interacción posible. Si esta no existe, la lucha antidelictiva es precaria. Una policía de asesinos, ganada por la psicología de la impunidad para sus delitos, acostumbrada a pasar por encima de la ley, es una policía degradada y envilecida, ineficaz e ineficiente, casi más temible que los propios criminales comunes. Por este camino, aquellos que hoy, ante nuestro rechazo al exterminio, nos acusan casi de cómplices con los malandros, comprobarán que cada año el problema se hace más y más grave. Con todo y los escuadrones de la muerte