Lissette González y la responsabilidad de la memoria, por Daniel Fermín
Una reseña de Mi padre, El Aviador. Memorias de El Helicoide
Lissette González es socióloga. Eso es evidente incluso en medio de un relato tan íntimo y personal como el que escribe en Mi padre, El Aviador. Memorias de El Helicoide (Dahbar, 2023). Reparte realidades más allá de las narrativas «permitidas», diciendo sin tapujos lo que para otros es tabú. Eso que los sociólogos llaman el hecho social. Reflexiona en clave de clases sociales sobre los prejuicios, la santería y el feng shui. Entrelaza con destreza lo individual con lo estructural.
Pero el suyo no es un libro de sociología, al menos no en el sentido estricto de manual. Es más bien un libro de historia. De memoria e historia. Un retrato descarnado y honesto de la familia venezolana, de sus momentos incómodos, de nuestras clases medias y de esto que nos tocó vivir: el Viernes Negro, la Revolución Bolivariana, las vacas gordas y flacas de nuestros derrapes petroleros.
Una historia «desde abajo», como la llaman desde aquel ensayo de E.P. Thompson, tan poderosa o más para revelar los avatares de estas décadas que las cuentas dadas desde las charreteras, el «gran hombre» y los períodos presidenciales. Un desafío contra el olvido y un intento por comprender. Y es, también, un libro de política. Más bien, un libro que fija posiciones políticas que, sin pontificar, adquieren en nuestro contexto tan autoritario como polarizado el tono de un ruego urgente a la cordura, a desactivar los odios, a superar lo pernicioso de nuestras fracturas desde el reconocimiento de nuestras heridas. A detener la fábrica de nuevos verdugos.
Sus palabras, como en una versión extraña de la caricatura educativa, son un autobús trágico a las entrañas de estas heridas, no desde la posición del correligionario vengador, sino la de quien, incluso en el mayor amor, piensa distinto. Y esa es una lección de humanidad, de humildad, que le da en la cara a un país tribal, acostumbrado a la segregación, a poner el conflicto político por encima de cualquier otra consideración—incluso de la familia—y que ubica en su sitio a quienes pretenden hacer de las víctimas fichas inconsultas de sus agendas particulares.
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Pasé todo el libro llorando. Y lloré, no sólo por la historia central del libro, que gira alrededor de la trágica muerte de Rodolfo González en El Helicoide, por la frustración, rabia y tristeza de cada injusticia, sino además porque no nos damos chance en medio de nuestras importantísimas disputas, de nuestro enfrentamiento perenne y nuestras poses de invencibles, para sentir, para tomarle las dimensiones a lo que se nos ha venido encima como sociedad y de lo que ello requiere y ha requerido de nosotros, de cuánto nos ha desgastado este perverso Día de la Marmota que ya va para tres décadas desintegrándonos como Nación.
Mi padre, El Aviador se hace a la vez un libro cercano en seis capítulos llenos de nombres y espacios que uno conoce: La Caracas pañuelo, los nombres que salen en la prensa, el microcosmos que es Sociología en la UCAB y el mundo del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales. Y lo que uno no conoce, Lissette lo describe con especial atención a detalle: el Palacio de Justicia y sus pasillos, los recovecos de El Helicoide: sus dimensiones, sonidos, olores, materiales, ambiente, rutinas; los días de visita; dónde estacionar, cómo hacer con el carro malo, con la comida; a qué hora se van los vigilantes, los guardias y hasta los «bien cuidado» de los tribunales.
Lissette tiene la habilidad de presentar como seres complejos y no unidimensionales a personajes públicos, algunos que sorprenden por su presencia en sus páginas, haciéndolos humanos, a la vez que expone, sin intención incendiaria y por la vía de los hechos, las miserias de otros tantos.
Mi padre, El Aviador nos llama a la solidaridad con la causa de los presos políticos, de los presos en general, de la defensa de los derechos humanos. Lissette, quien hoy trabaja en Provea, realiza una tarea importante: la de hacer un registro de la represión, de sus ejecutores, del sistema de justicia, de las víctimas. Todo clave para la no repetición.
La preocupación por los derechos humanos permea cada página. Los de los presos políticos, pero también los de los presos comunes. Los de su preso, sí, pero también los de los presos, sobre todo los más vulnerables, aquellos que son víctimas de la criminalización de la pobreza.
Lissette reflexiona también sobre lo que significa ser víctima, es algo que ha vivido y que seguramente ha procesado, en parte, haciendo lo que bien sabe hacer: investigando, estudiando a fondo la noción misma, pasando de Primo Levi a Fernando Albán, comparando con la experiencia colombiana, yendo al arte, hablando del perdón fundante e insistiendo en el reconocimiento del otro. Interroga la pulsión de muerte que nos mueve y la extraña liturgia con la que le ofrendamos a la juventud. Interroga al poder y las élites.
En esta sociedad en la que hay cosas que «no se dicen», Lissette se atreve a ser vulnerable. A hablar no desde la abstracción, sino la crudeza; a hablar, no a medias, sino a fondo sobre asuntos en los que en Venezuela, de nuevo, «no se habla»: las indiscreciones familiares, los amores y desamores, los hijos, los miedos y contradicciones, las crisis económicas personales y sí, el suicidio.
Y creo que es la honestidad de ese atrevimiento el que le da al libro una autoridad diferente, que no depende de grados ni requiere de sensacionalismo, sino de la autenticidad de su vulnerabilidad, que es la nuestra.
Y en medio de tanto, las mañas de editor, ese oficio que me encontró hace años: el prólogo de un «famoso», imagino que por iniciativa de la Editorial, que ya en la primera página equivoca el nombre del Sebin y que hace el trabajo pero sin demasiado corazón. O un «typo» por allá que nada le quita al relato pero que le deja a uno preguntando cuántas revisiones habrá pasado agazapado este o aquel desliz del teclado, que también hacen única la primera edición. ¿Por qué Diablo está en mayúscula? ¿Será una cosa ignaciana?
Lissete escribe con soltura, sin las pretensiones de quienes escriben para que no les entiendan. Le porfía al silencio y desafía al olvido. Sus líneas me dejan conmovido y sacudido.
Se pregunta Lissette hacia el final del libro si su testimonio «le interesará a alguien o si servirá de algo». Y podría responder con la cursilería optimista de quien también es político, o con la diligente observación del profesor («¡Este libro se debería leer en todas las universidades!»). Pero prefiero una dimensión más modesta y más personal. Interesa mucho y sirve de mucho.
Escribe Ross Poole que la memoria se ocupa de la verdad histórica, una verdad al servicio de la responsabilidad. El papel de la memoria no es simplemente proveernos acceso cognitivo al pasado. La memoria nos da también una ruta para la que la responsabilidad por eventos pasados se transmita al presente y siente las bases del mañana.
Y eso es lo que hace Lissette González en su libro, con su admirable llamado de conciencia aun tras la peor de las desgracias: «La construcción de un futuro próspero, democrático y pacífico no se logrará con enfrentamientos, sino promoviendo espacios de reconocimiento, tolerancia y diálogo que nos permitan ir reconquistando cuanto hemos perdido».
Daniel Fermín es sociólogo y activista, candidato a doctor por la New School for Social Research.
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