Los extremos del odio, por Teodoro Petkoff
El 3 de enero de este año 2010 ingresó al Hospital Universitario de Maracaibo un agente de policía llamado Junior Galué, con dos balazos en la cabeza y su estado, como es lógico, era absolutamente crítico. Fue atendido por el médico Frank De Armas. Este tiene veinte años de graduado y en sus tiempos de estudiante llegó a ser presidente de la FCU de la Universidad del Zulia. Cuando De Armas se disponía a intervenir al agente Galué recibió del Director del Hospital Universitario, doctor Dámaso Domínguez, esta inverosímil orden: «Mándalo para una clínica privada porque ese es de la policía de la Alcaldía de Manuel Rosales». De Armas, absolutamente estupefacto, señaló que el herido estaba agonizando y que era preciso intervenirlo inmediatamente.
El doctor Dámaso Domínguez retrucó, aún más insólitamente: «Si usted no acata mi orden, mañana está despedido». De Armas, fiel al juramento hipocrático y a su sensibilidad humana, desobedeció la vileza y la crueldad de su superior y operó al infortunado agente, a quien por cierto, le salvó la vida.
Pero, al día siguiente, Frank De Armas fue despedido, tal como se lo había prometido el Dr. Domínguez. Frank De Armas denunció la aberrante conducta de su jefe ante la Fiscalía y la Defensoría del Pueblo. Hasta ahora, nueve meses después, no ha recibido respuesta alguna y nos informó que está esperando que venzan los lapsos de ley para la actuación de las instancias nacionales; si esta no se produce se propone llevar el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Se nos ha dicho que el doctor Dámaso Domínguez es un médico muy reputado. No hay razones especiales para dudar de que, además de buen profesional, sea seguramente un ciudadano normal, un buen padre, cumplidor de sus deberes y tal vez muy apreciado por sus amigos. Como todo maracucho, no tendría nada de raro que sea una persona cordial y abierta.
¿Qué es lo que ha hecho que una persona que debe ser básicamente normal y correcta, como el Dr. Dámaso Domínguez, pueda actuar como un monstruo, capaz de ordenar que no se atienda a un paciente porque es de «los otros» y después despedir de su trabajo a un médico precisamente porque atendió a ese paciente que agonizaba? Hay allí un cerebro envenenado por un discurso de odio, que destila desprecio e insultos contra sus adversarios; que insiste en considerarlos como «enemigos», amenazando continuamente con «pulverizarlos», «aniquilarlos», «volverlos polvo cósmico», «demolerlos».
Es un discurso que ha transformado a personas normales en fanáticos, en individuos que han delegado su facultad de razonar con su propia cabeza en la del Líder Máximo, «quien nunca se equivoca». El Líder piensa por ellos, pero también por algunos de sus oponentes. Once años de ese discurso canalla nos han enfermado como sociedad y cada extremo de ella no es sino la imagen especular del otro. Afortunadamente, los extremos son minoritarios y el buen sentido común está venciéndolos. Pero, ese es, hasta ahora, el más penoso e infeccioso legado de Hugo Chávez.