Los frutos de la ira, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
Putin y Xi Jinping, cada uno a su manera, serían los líderes de una «revolución reaccionaria» mundial en contra de la que ellos llaman cultura occidental.
Leyendo un artículo del autor Nathan Gardels en la excelente revista digital NOEMA -en donde constata que hay naciones rezagadas en su ascenso a la modernidad, lo que lleva a que sus gobiernos desarrollen hostilidad o fobia a todo lo que sea occidental– me vino al recuerdo una sutil constatación historiográfica de Leo Trotsky, donde afirmaba que el desarrollo histórico universal era «desigual y combinado» (Trozsky, Leo Escritos filosóficos, 2004)
Trotsky tenía muy buena vena de historiador y su historia de la revolución rusa sigue siendo fuente de conocimientos e ideas. Pero como todos sus camaradas bolcheviques, era hombre de dogmática fe. Hasta los últimos momentos creyó en que la revolución rusa, pese a las atrocidades cometidas por Stalin, era un eslabón en la cadena de una larga revolución permanente que llevaría al mundo, más temprano que tarde, al comunismo.
Pero Trotsky no creía en un desarrollo lineal. Con su tesis del desarrollo desigual y combinado quería comunicar que, en el camino al comunismo, había naciones cuyas tradiciones culturales y políticas las hacían transitar más lento y con formas diferentes hacia la tierra prometida del «comunismo mundial».
El artículo mencionado no nos habla de socialismo –ya casi nadie habla de eso– pero sí de modernidad. Nathan Gardels podría haber escrito, emulando al revolucionario ruso, que hay naciones que en el tránsito hacia la modernidad no logran adquirir ese formato político-cultural propio a las naciones democráticas. Esas naciones –es lo que constata– superadas económica y políticamente por la modernidad, las hace reaccionar de modo agresivo frente a esa misma modernidad en lugar de buscar en su propia historia las razones que les han impedido acceder al mundo moderno, reivindicando con lastimada emoción, supuestos pasados milenarios. Evidente, ese parece ser el caso de Putin y los suyos. Gardels tiene razón en ese punto: las naciones poseen un yo colectivo (o un “nosotros” cultural) y por lo mismo padecen, como la mayoría de los individuos, de complejos de inferioridad que tratan de contrarrestar con delirios de grandeza.
Así se explica por qué Putin cuenta con el apoyo de no pocas naciones no y-o antioccidentales. Gobiernos como los de India, Brasil, Egipto, Sudáfrica y otras sub-potencias, si bien no se han alineado abiertamente en contra de Ucrania, lo han hecho de modo subrepticio, culpando a Occidente y a su «brazo armado» la OTAN, de haber desatado un conflicto con Rusia, utilizando a Ucrania como punta de lanza en el marco de un proyecto imperial y neocolonial.
De acuerdo a ese libreto cuyo autor es Putin, la OTAN buscaría, en primera línea, llenar el hueco producido por la desaparición del Pacto de Varsovia y erigir a EE UU y a sus “satélites europeos” como poder imperial armado en toda Europa del este, cercar a Rusia y luego, en algún momento, someterla a un dictado imperial. Siguiendo esa versión, Putin aparecería en Ucrania librando una lucha defensiva de liberación nacional en contra del imperialismo occidental. Putin y Xi Jinping, cada uno a su manera, serían los líderes de una «revolución reaccionaria» mundial en contra de la que ellos llaman cultura occidental.
Hay que reconocerlo: de las dos profecías surgidas después de las revoluciones democráticas que pusieron fin a las dictaduras comunistas en los años 1989 1990 (a las cuales pertenece con cierto retraso, Ucrania), las de Fukuyama y Huntington, la que más se acerca a la realidad mundial que estamos presenciando es, lamentablemente, la de Huntington.
De acuerdo al optimista Fukuyama, después de la caída del imperio soviético advendría un periodo de consolidación mundial de la democracia que él llama liberal. De acuerdo al pesimista Huntington tendría lugar en cambio un “choque de civilizaciones” que llevaría a agrupar a todas las culturas pre- y anti- democráticas en contra de Occidente. No es exactamente lo que está sucediendo, si tomamos en serio esos 141 votos –no todos occidentales, por supuesto- que condenaron a Rusia en las ONU por su invasión a Ucrania. Pero ese es sin duda el ideario de Putin y de otras naciones que lo acompañan en su empresa neoimperial. Ideario compartido en parte por la China de Xi Jinping.
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Tanto Putin como Xi han propuesto crear un nuevo orden mundial antioccidental. La diferencia es que, para lograrlo, Putin, sabiendo que no tiene armas políticas, ha elegido la fuerza bruta. Xi es más flexible, o si se prefiere, más político. Su objetivo es lograr una coalición de fuertes naciones anti occidentales con el claro propósito de enfrentar a Estados Unidos y sus aliados. En el intertanto apoya a Putin, pero a la vez intenta oficiar como mediador entre Rusia y Occidente, tratando de ganar aliados en el mundo islámico, en Asia Central, en África del Norte y en Latinoamérica. Desde una perspectiva económica, lo está consiguiendo.
Visto así: el lema negativo de Huntington, «todos contra Occidente», quiere cumplirlo Xi sirviéndose de Rusia y de la guerra a «Ucrania. Persiguiendo ese fin a usufructuado del profundo resentimiento de naciones que han hecho del antioccidentalismo una ideología. ¿Estamos en presencia de un neotercer mundismo? Aparentemente, pareciera ser así. Pero no es así.
Si uno revisa textos de los ideólogos de la revolución tercermundista de los años sesenta, sobre todo sus versiones guevaristas y maoístas, podremos comprobar que sus mensajes iban dirigidos en primer lugar hacia los movimientos de liberación nacional. No es el caso de Xi, ni mucho menos de Putin. Ninguno de los dos se dirige a «los pobres del mundo» si no, antes que nada, a subpotencias capitalistas regionales.
Sus interlocutores son autócratas como Modi, populistas como Lula, islamistas como los ayatolahs, jeques petroleros como los del espacio saudí. Naturalmente, si a ellos se suman líderes de naciones empobrecidas, bienvenidos. Pero lo importante es crear una coalición mundial de poderosas naciones capitalistas antidemocráticas y antioccidentales.
Mirada desde esa perspectiva, la guerra en Ucrania es tanto para Rusia, como para China, solo un comienzo. Quizás «una pequeña batalla» en el curso de una larga guerra por la supremacía mundial.
Tiene razón Nathan Gardels cuando afirma: «Las emociones moldean las razones de estado no menos de lo que lo hacen las vidas de las personas. Los hasta ahora ganadores de la historia moderna ignoran este profundo carácter de la naturaleza humana a su propio riesgo». Estados Unidos en ese sentido, sin ser un imperio colonial como fueron muchos estados europeos, debido a la posición hegemónica que ocupa en el mundo, ha cometido grandes agravios a otras naciones y culturas en diferentes partes del globo y de esos desmanes se sirven hoy Putin y Xi.
Precisamente hace pocos días han sido conmemorados 20 años de la invasión de los Estados Unidos a Irak. Una brutal agresión a la dictadura de Sadam Hussein que terminó por destruir la infraestructura de una nación que, por lo menos tecnológicamente, avanzaba hacia la modernidad. Esa guerra de Bush, probablemente el peor presidente de toda la historia norteamericana (y nótese que estoy contando a Nixon y Trump) extiende sus tentáculos hasta nuestros días. Irak, de potencia económica laica, pasó a ser un nido de terroristas islámicos.
Gracias a su destrucción, Irán, su vecino fundamentalista, ha llegado a ser el aliado más fiel de la Rusia de Putin. Las consecuencias de la guerra de Irak obligaron a Obama a ceder espacio a Putin en Siria, donde el tirano ruso llevó a cabo, en nombre de la lucha en contra del terrorismo, un horroroso genocidio, solo similar al que hoy comete en Ucrania. Siria, convertida en protectorado militar ruso ha empujando a millones de sirios y kurdos a emigrar hacia Europa, creando un problema demográfico que las naciones europeas no han podido resolver hasta ahora, hecho que hoy aprovechan electoralmente las ultraderechas racistas europeas, todas aliadas de Putin.
En fin, el saldo de la deuda contraída por Bush lo está pagando Estados Unidos bajo Biden, gracias al enorme resentimiento antinorteamericano que impera en diversas latitudes. Putin, por su parte, recoge los frutos de la ira para convertirlas en bombas contra Ucrania, primera en la lista de las naciones que piensa asaltar para cumplir su sueño de pasar a la historia como reconstructor del antiguo imperio ruso, contando en esa desatada locura, con la ayuda cínica de Xi Jinping.
No deja de ser siniestra paradoja que dos naciones, China y Rusia, en las que bajo las dictaduras de Mao y Stalin fueran cometidos los mayores genocidios de la historia de la humanidad –cuantitativamente superiores aún a los del propio Hitler– intenten hoy figurar como representantes de los pueblos humillados y ofendidos, en un “nuevo orden mundial” cuyo objetivo esencial es convertir a la democracia occidental en un capítulo del pasado.
Quizás son esas las formas que tiene la historia universal para realizarse a sí misma. Pero los que estamos viviendo en tiempo presente no podemos contentarnos con esa hipótesis de tan hegeliano mal humor. Por eso –¿hay que repetirlo?– es importante detener a Putin en Ucrania. Ahora o nunca.
Nota: el artículo aquí citado de Nathan Gardels puede ser leído en español en Nathan Gardels – EL ESTADO EMOCIONAL DE LAS NACIONES (polisfmires.blogspot.com)
Fernando Mires es (Prof. Dr.), Historiador y Cientista Político, Escritor, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol. Fundador de la revista POLIS.
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