Los ideales y modelos, por Gisela Ortega
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Toda existencia, por lo menos toda vida humana, necesita de ideales que la sustenten, la motiven, la estimulen, le den sentido y la hagan posible. Los hay pequeños, grandiosos, extraordinarios, relevantes, considerables, con dimensión histórica, que ponen en tensión nuestra existencia entera y, a veces, la de todo un pueblo y toda una época.
Un ideal es aquello relativo a la idea, que es la representación mental de algo imperfecto y universal, según lo expusiera el filósofo griego Platón, pero que no podemos hallar en el mundo sensible, donde todo es imperfecto.
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El filósofo e investigador mexicano, Armando Cintora Gómez, Coordinador de la Línea en Filosofía de la Ciencia de la Universidad Autónoma Metropolitana (IZTAPALAPA), en Ciudad de México, señala: “En principio, sólo los seres humanos pueden tener ideales o desarrollar un comportamiento en busca de ideales”.
En ética, es un principio o un valor que se plantea como un modelo de perfección a seguir como tal, se trata de un estado inalcanzable, pero infinitamente aproximable.
Lo magnifico está en nuestra mente, es un parámetro con el cual, comparar la realidad que nunca llega a ser óptima, pero puede tratar de perfeccionarse en pos de esa idea, para la cual, la búsqueda de la excelencia, aunque inalcanzable lleva al hombre a mejorarse constantemente.
Un idealista, insiste en mantener los ideales, a pesar de un coste considerable, como consecuencia de sostener tal creencia.
Pero los ideales son la esencia creada por nuestro deseo, son desiderata, de allí que se incurra, las más de las veces, en falta de lógica y en desproporción al suplantar la realidad con imágenes deseables, al anhelar lo perfecto, lo cual lleva a la permanente frustración de constatar la insuficiencia y lo irrealizable del ideal propuesto, de tener que conformarnos con espectros de ideal y con asistir al drama de ideales que surgen, se deterioran y fenecen. La madurez, radica, precisamente, en admitir que el margen de posibilidad concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y limitado, en aceptar lo que es por encima de la idealidad que supone a aspirar a lo que debe ser, a lo que queremos que sea, que sean y que sea.
El ser humano, todo ser humano, requiere de modelos en los cuales orientarse, que puedan dirigirlo, enseñarlo e inspirarlo. Pero, aun deseando encontrarlos angustiosamente, uno de los factores más dramáticos del hombre actual es que no tiene modelos, que carece de patrones, por no aceptar que los que lo fueron en el pasado puedan servir para afrontar y resolver los tremendos problemas del porvenir; por ser incapaces de percibir y aplaudir la excelencia de lo que fue o es excelente; por negarse a reconocer las perfecciones ajenas; por la palpable crisis de vidas humanas brillantes y cultas; por el acendrado odio a los mejores o por la escasez de estos.
La sociedad de hoy, al dejar de ser individualista para hacerse pluralista, ha aislado, –además–, las fuertes personalidades que enaltecían los valores unipersonales. La matriz social ha pasado del hombre aislado que se eleva por encima de su medio, a una situación en la cual los problemas esenciales son resueltos por grandes equipos numerosos donde se enfatiza más la cohesión del grupo que el propio valer del individuo.
Cuando el hombre se ve forzado a admitir la limitación de sus ideales y a presenciar su declinación; cuando se siente hambriento de modelos porque han perdido su brillo y fuerza atractiva o porque se los ha desconocido; cuando ve desaparecer –sin ser reemplazados– a los que fueron grandes figuras; cuando ya no quedan más, porque no le queda nada y para llenar su vida de contenido, se vuelve idolatra: entroniza en sus propios lares ídolos particulares, los carga de cualidades, los colma de atributos.
En el politeísmo que resulta de este Olimpo de fabricación casera, hay quienes veneran falsas deidades; quienes adoran ídolos rotos, quienes tratan de imponernos fetiches de barro: quienes rinden culto; por ejemplo, a los que han sumido a muchas naciones a la ruina, desolación, destrucción y la muerte; quienes divinizan a esos responsables sin percibir su sordidez, y no osan condenarlos.
Hay quienes idealizan, y por idealizarlos, hacen que algunos se crean, efectivamente ídolos. Y mientras tanto se descuidan ejemplos mucho más valiosos para la sociedad.
Hace falta ideales firmes y modelos sólidos, que practiquen lo que predican, que luchen por causas verdaderas y justas. Éticos, honestos y actúen conforme a sus convicciones. Necesitamos de Dios y no de dioses fraccionados. Pero parece que en medio del paganismo reinante, tendremos además que soportar a los idolatras.
Gisela Ortega es periodista.
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