Los pensadores positivistas y el gomecismo, por Ángel R. Lombardi Boscán
Twitter: @LOMBARDIBOSCAN
En la Universidad del Zulia, entre los años 1986 y 1991, cuando éramos estudiantes de Historia y Ciencias Sociales nos referían que el positivismo era una ciencia reaccionaria en contraste con el marxismo progresista. Comte vs. Marx. Ambos eran, de acuerdo a sus respectivos partidarios, los fundadores de la ciencia sociológica. En realidad, más que ciencia eran ideologías al servicio del poder.
El marxismo gozaba de mayor prestigio porque su fundamento era el cambio social, aunque la vía violenta de sus profetas originales se había atemperado desde las propuestas socialdemócratas de un Eduard Bernstein (1850-1932) o de parte del llamado eurocomunismo que preconizó un tipo de socialismo con rostro humano. Aquí entre nosotros, el MAS de Teodoro Petkoff (1932-2018) enfiló sus baterías por ese camino.
Además, el positivismo estaba marcado con trazos negros de condena implacable de parte de los líderes que surgieron de la «gloriosa» Generación del 28, encabezados por Rómulo Betancourt, que hicieron del recuerdo de la dictadura de Juan Vicente Gómez (1857-1935) algo negativo hasta la crisis de la democracia partidista a finales de la década de los 80 y comienzos de los 90 del siglo XX, cuando algunos historiadores como Tomás Polanco Alcántara, y hasta el mismo Manuel Caballero, revalorizaron la denostada figura de Gómez, el tirano liberal.
Juan Vicente Gómez ya no solo era el longevo caudillo que aplastó a sus rivales y que le entregó nuestro petróleo a las grandes potencias del orbe sino el regenerador de una sociedad mancillada por la guerra civil y la ausencia de la paz.
En 1903, Gómez, en Ciudad Bolívar, liquidó la larga guerra de más de 100 años que se inició en 1810 con nuestra Independencia y puso en cintura a los caudillos regionales que le disputaron el mando, junto a Cipriano Castro, el díscolo compadre al que más luego le arrebataría el poder en el año 1908.
Gómez fue un dictador inculto, aunque intuitivo y sagaz. Basta con repasar las Confesiones imaginarias que Ramón J. Velásquez recrea para darnos cuenta de que su único interés real fue el poder en una forma absoluta. El ejército profesional, creado en 1903, será su principal soporte junto a unos intelectuales muy brillantes para que le escribieran los discursos y le lavaran la cara sucia de sus tropelías. A esto quedó reducida la generación de los grandes pensadores positivistas como José Gil Fortoul, César Zumeta, Pedro Manuel Arcaya y Laureano Vallenilla Lanz. Muy brillantes como pensadores y muy brutos como adulantes del poderoso de turno.
Que soy muy duro y no guardo las formas en expresar esto, es posible; pero bastaría con leer los discursos de José Gil Fortoul en el Congreso o las crónicas destempladas e hirientes que le dirigió Laureano Vallenilla Lanz en El Nuevo Diario a los opositores del régimen gomecista, o el opúsculo Leprosería Moral de César Zumeta, para reparar en que estos ilustres pensadores fueron los cancerberos muy serviles del tirano de turno.
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«Este es Don Laureano Vallenilla Lanz, libelista consumado, corrosivo polemista quién desde la tribuna de El Nuevo Diario destruye a los enemigos de Gómez o a quienes osen lanzar críticas al régimen de cuya integridad ideológica es el celador, y cancerbero de su trascendencia histórica». (Luis Salamanca)
Con esto no estoy desdeñando el valor inconmensurable de obras como Historia constitucional de Venezuela (1907) de José Gil Fortoul, publicada en Berlín y bajo una influencia ideológica progomecista apenas visible, que no es el caso del otro monumento bibliográfico atribuido a Laureano Vallenilla Lanz: Cesarismo democrático (1919) en que asume al tirano como el jefe de la paz en Venezuela: el «gendarme necesario». A la disgregación antepuso el orden y este se debía garantizar a través de «Unión, paz y trabajo», aunque suprimiendo a los opositores y disidentes.
Toda la cultura en el gomecismo —que la hubo y fue pujante—, si hemos de creer en el buen trabajo de la investigadora de la UCV Yolanda Segnini, en su indispensable estudio: Las luces del gomecismo (1987), quedó reducida solo al 25% de toda la población en Venezuela, que no llegaba a los tres millones de habitantes en el año 1926. Ese 25% vivía en las ciudades del eje costero norte venezolano, mientras que el 75% restante —analfabeto, palúdico y extremadamente pobre— lo hizo en las realidades del mundo rural en quiebra de la llamada Venezuela profunda y desértica.
«Por otra parte, es necesario hacer notar que el pensamiento positivista es la expresión de un determinado sujeto social: la élite terrateniente, europeizada, propiciadora de un progreso del cual será la principal beneficiada. En esa comprensión del proceso histórico el conjunto del pueblo venezolano es concebido como un sujeto pasivo, como la masa a ser transformada por la acción civilizadora de esa élite. El poder político y social está y permanece en manos de esa élite. Por eso es un tipo de pensamiento inadecuado para quienes conciben la participación de la masa popular en el proceso de modernización de otra manera». (Arturo Sosa).
Para Gil Fortoul, quién sirvió a Juan Vicente Gómez (1908-1935) con la probidad del esclavo, a tres cosas se reducía el programa gomecista: caminos, inmigración y capitales. Se le olvidó muy convenientemente la libertad política y alternabilidad en el poder.
En Bosquejo del General Gómez dice de este que es «fuerte y bueno»: «Es fuerte no a la manera del hombre de la selva, que solo confía en sus músculos y avanza ciego, como el viento, como la ola, como el rayo. Es fuerte reflexivo, fuerte por el alma. Caerá alguna vez en error (todos caemos), en error momentáneo; pero su voluntad, que tuvo siempre recta intención, le salva de las consecuencias del error». Cortesanos sin vergüenza que sabían muy bien halagar los oídos del hombre fuerte a cambio de figuración pública y cargos en la administración nacional que dependía en exclusividad a los designios del tirano Gómez y su parentela.
Este no es el mismo José Gil Fortoul que incluso se atrevió a censurar las actuaciones del mismo Simón Bolívar en los tormentosos tiempos de la Guerra a Muerte en Venezuela, en los terribles años del horror: 1813-1814. No es lo mismo tratar con los muertos que con los vivos. De esto los historiadores se cuidan mucho en resguardo de su tranquilidad.
Ángel Rafael Lombardi Boscán es Historiador, Profesor de la Universidad del Zulia. Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ. Premio Nacional de Historia.
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