Los prejuicios, por Gisela Ortega
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El prejuicio consiste en criticar de forma positiva o negativa una situación, una persona, un género o una nación, sin tener suficientes elementos previos. Es una actitud que puede observarse en todos los ámbitos y actividades de la sociedad, en cualquier grupo social o grupo de edad, e implica una forma de pensar íntimamente relacionada con comportamientos o actitudes de discriminación.
Las personas pueden decir no tener prejuicios y que son muy tolerantes. Por desgracia, las cosas no son tan simples como parecen y los cambios no han sido tan grandes como nosotros tendemos a pensar. Si se utilizan métodos más sofisticados para medir los prejuicios —en los que no se pregunta directamente a los individuos sino a través del análisis de su respuesta— se verá que muchos estereotipos se aprendieron en la infancia al emular la forma de pensar y hablar de los adultos sin intención maliciosa, están muy arraigados en la sociedad y forman parte de nuestros procesos mentales.
El prejuicio surge por conveniencia, para discriminar, descartar o dominar a otros seres humanos sin reflexionar si eso es bueno o malo, o si es una opinión objetiva o subjetiva. Actualmente el prejuicio no ha mermado sino que se ha vuelto “más sutil”.
Por lo general, es una actitud hostil —o menos frecuentemente, favorable— hacia un miembro que pertenece a determinado grupo simplemente por el hecho de pertenecer a esa agrupación, en la presunción de que posee cualidades negativas o positivas atribuidas al mismo. La opinión se produce respecto a la comunidad prejuiciada y después incorpora a la persona.
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En otros casos, a los jóvenes de un grupo, en una educación temprana, se les enseña que ciertas actitudes y valores son los “correctos”. Se forman opiniones sin sopesar la evidencia en ambos lados del asunto considerado. Muchos comportamientos prejuiciosos se forman en la infancia al emular la forma de pensar y hablar de los mayores, sin intención maliciosa por parte del niño. El adulto prejuicioso puede incluso sorprenderse al oír una sarta de improperios y de sus propias opiniones sobre ciertos grupos de boca de sus hijos, particularmente en lugares y momentos inoportunos.
Dado que ningún hombre puede saberlo todo, ni juzgar cualquier hecho con referencia a su experiencia individual, es inevitable que en las conversaciones estas opiniones generalizadas se transformen en una reacción automática. No hay nada en contra de ellas, siempre que permanezcan sin ninguna consecuencia, pero como creencias se convierten fácilmente en convicciones profundas muy costosas de rectificar. La testarudez tiene una existencia increíblemente larga.
¡Qué rápidos somos en juzgar, haciendo uso de nuestros prejuicios! Alguien podría responder que esas ideas no hacen daño a nadie, pero en realidad pueden desembocar en un criterio falso que no se ajusta a la realidad.
La causa de que los prejuicios sean tan inamovibles reside en el propio ser humano, demasiado cómodo para pensar con detenimiento. Cuando nos podemos basar en algo que otros muchos antes que nosotros ya habían dado por sentado, nos sentimos más seguros que cuando intentamos defender nuestros propios conceptos expuestos a la crítica. Echar por tierra los prejuicios significa trabajar por un juicio crítico mejor y más justo, lo que no es otra cosa que poder tomar decisiones más acertadas.
El prejuicio ha llevado a que algunas personas sean excluidas injustamente de trabajos, barrios, oportunidades educativas, préstamos bancarios, eventos sociales y asociaciones. Ciertos individuos reciben insultos muy hirientes, son atacados y golpeados, se les paga injustamente menos aunque hagan el mismo trabajo.
Los grandes genocidios de la historia se deben a los prejuicios, como los campos de la muerte del III Reich y el holocausto armenio.
El prejuicio se agudiza por el ambiente o medio social: el racismo, la homofobia, los puntos de vista políticos, religiosos o espirituales, firmemente sostenidos, surgen ante un enemigo potencial como posición defensiva que puede salvar la vida del individuo o grupo prejuicioso.
Sobre los prejuicios diversas personalidades han dado su opinión:
El historiador y filosofo francés, Voltaire, -1694-1778-, señala: “Los prejuicios son la razón de los tontos”
Jean-Jacques Rousseau -1712-1778-, escritor, pedagogo y filósofo, manifestó: “Prefiero ser un hombre de paradojas que un hombre de prejuicios”.
“El más peligroso de nuestros prejuicios reina en nosotros contra nosotros mismos”, destaca el poeta austriaco, 1874-1929, Hugo Von Hofmannsthal.
La escritora francesa Simone De Beauvior, -1908-1986, afirmó: “Es absolutamente imposible encarar problema humano alguno con una mente carente de prejuicios”.
El psicólogo norteamericano John Dollard -1900- 1980-, señala que el prejuicio es el resultado de la frustración y es la base de discriminación en contra de la dignidad humana.
En la novela “Orgullo y prejuicio”, de la escritoras británica Jane Austen, -1775-1817-, la heroína se forma una opinión fuerte sobre el carácter de un hombre ante la posibilidad de oír su versión de la historia. Cuando finalmente se le da a conocer el balance de los hechos, estos restan y derrotan este prejuicio.
La sociedad está compuesta por distintos actores sociales que sostienen diferentes ideas, estatus sociales, origen étnico, entre otros; en tanto, si nos dejamos ganar por los prejuicios que existen alrededor de razas, religiones, condiciones sexuales, se producirán enfrentamientos que terminarán por quebrar la armonía social y sembrarán el odio. Es sin dudas en este aspecto sobre el cual los padres y los educadores, entre otros, deben trabajar para formar personas libres de prejuicios.
Gisela Ortega es Periodista
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