Los presos de Chávez, por Teodoro Petkoff
El talante moral del régimen puede ser medido por la manera como trata a sus presos políticos. Hay venezolanos en las cárceles, acusados de haber violado la ley por razones políticas. Si la acusación tiene o no pertinencia es un asunto que deben resolver los tribunales. Las autoridades acusan e imputan. Los jueces deciden si condenan o absuelven. El problema es que la aplicación de la justicia, en el marco de un «proceso» que se suponía dirigido a enderezar entuertos y superar carencias acumuladas a lo largo de décadas, se ha transformado en una mascarada hipócrita y socarrona que en la práctica anula aquella oferta y empeora lo que ya era negativo.
Quienes plasmaron en la Constitución, en el artículo 49, desarrollando la normativa que garantiza a los venezolanos el «debido proceso» en todas las actuaciones judiciales y administrativas, con la intención de desarraigar todos los vicios y defectos procedimentales de nuestro sistema judicial, se han encargado, con su conducta, de hacer irrisorio el texto. La práctica del régimen reproduce la peor tradición de arbitrariedad y discrecionalidad de la historia judicial venezolana. Esa práctica, que en el caso de detenidos por delitos comunes mantiene gente en las cárceles durante años sin condena judicial alguna, se extiende también a los acusados de presuntos delitos políticos.
Pero para éstos, por el eco mediático que les es inherente, los procedimientos para mantenerlos secuestrados en las cárceles, adelantando una pantomima de juicio, son verdaderamente bellacos. Se niega el debido proceso pero simulando que se le respeta. Los casos de los policías metropolitanos, detenidos desde abril de 2002, acusados por los sucesos de Puente Llaguno; los presos del Táchira, así como el de Henrique Capriles Radonski, son emblemáticos de ese estilo socarrón e hipócrita pero también miserablemente cruel que caracteriza el «debido proceso» versión Quinta República.
La gente está supuestamente sometida a juicio, sí pero el juicio nunca se realiza. Con los pretextos más caprichosos, siempre encuentran maneras los sicarios judiciales del régimen, unos a sueldo de la Fiscalía, otros dependientes de la propia magistratura, para posponer una y otra vez los eventos judiciales. Cuando no es porque se recusan escabinos, como en el Táchira, es porque el juez se «enferma» como en el juicio al alcalde de Baruta (para citar los dos últimos ejemplos de sinvergüenzura) y los juicios de demoran y demoran indefinidamente, hasta el punto de que los lapsos judiciales son reducidos a una miserable piltrafa leguleya. La justicia ha sido degradada por estos «humanistas revolucionarios» por estos antiguos defensores de los derechos humanos, por los que otrora fueron implacables denunciantes de atropellos, crímenes y abusos de poder de toda índole, a una forma torpe, balurda y cobarde de venganza.