¿Magnicidio?, por Teodoro Petkoff
La cuestión del magnicidio puede ser abordada desde dos perspectivas, opuestas, aunque no necesariamente excluyentes, y para las cuales se presta, dado el modo como Chávez lo ha venido manejando. Una, la de la mamadera de gallo; otra, la de examinarla con seriedad. Dada la recurrencia del tema en la retórica presidencial, casi desde los comienzos de su mandato, sin que nunca se hayan suministrado evidencias de tales intenciones, la gente, chavistas y no chavistas, realmente ya no le para. Una vez fue el inefable “francotirador” de Ciudad Bolívar, quien después resultó un pacífico cazador, al cual se acusó, aún antes de la averiguación pertinente, para luego ponerlo en libertad sin hacer olas. Otra vez fue el “atentado” con una bazuca contra el avión presidencial en Maiquetía. El propio Chávez mostró el arma en televisión, anunció que estaban identificados los autores y luego todo fue silencio hasta el sol de hoy. Nunca más se habló del tema ni hubo detenidos. En una tercera oportunidad, Otaiza, para entonces jefe de la Disip, anunció que habían detectado un intento de atentado con explosivos, también en el aeropuerto de Maiquetía. La noticia no duró ni un día y no hubo detenidos. En fin, Chávez suele hablar bastante del asunto, por lo general asociando su eventual desaparición al apocalíptico panorama colombiano generado por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948. Acostumbrados como estamos a este despliegue de fuegos artificiales, los venezolanos nos movemos entre la indiferencia y la chacota. “Esas son vainas de Chávez”.
Sin embargo, podemos prestarle también un poquito de atención seria. En fin de cuentas, los gobernantes, todos, no descartan esa variable. Desde que hasta ¡en Suecia! mataron al primer ministro, Olof Palme, la posibilidad de los magnicidios en este mundo desquiciado y turbulento no es ningún cuento de camino. Entre nosotros ya tuvimos el asesinato de Carlos Delgado Chalbaud, en 1950, y el atentado casi mortal contra Rómulo Betancourt, en 1960. Carlos Andrés Pérez, por su parte, acusó a los golpístas del 4F de haber querido fusilarlo. De modo que hoy todos los mandatarios suelen andar con enormes anillos de protección. No sólo por precaución ante terroristas sino, inclusive, ante lunáticos. El presidente Herrera Campins, recordemos, recibió un cabillazo en la cabeza, propinado por un loco.
Pero, si nos tomamos en serio la cosa, podemos preguntarnos si puede ser serio responsabilizar al presidente de Estados Unidos de un atentado contra el de Venezuela, sin proporcionar ninguna prueba –aparte de la “sagrada” palabra de Fidel Castro. La política exterior de Venezuela no puede ser manejada con tanta desaprensión e irresponsabilidad, haciendo pasar por encima de todo interés nacional el afán protagónico de Chávez. Una cosa es rechazar, con razón, la injerencia del gobierno de Bush en nuestros asuntos y otra muy distinta hacerlo en forma tal que termina por perder fuerza y credibilidad. Un lenguaje firme y enérgico, pero comedido en la forma, es mucho más conveniente que las jactancias y bravuconadas. Ya vimos como terminaron las bravatas contra Uribe.