Mandela, por Simón Boccanegra
Todo homenaje que se haga a Nelson Mandela es más que merecido. Es una de las grandes figuras del siglo XX, más allá de lo meramente político -que él lo fue, y de una gran envergadura. Pero, hay homenajes de homenajes. Cuando el vicio celebra a la virtud, hay razones para sospechar que no se trata de un acto sincero, a tono con la nobleza que fue propia del gran líder surafricano, sino de una maniobrilla más, para ganar indulgencias con escapulario ajeno, tal como ocurrió el miércoles pasado, cuando el vicepresidente de la República le rindió honores a Mandela.
A este escribidor le tocó vivir un episodio con Mandela que retrata vivamente su bonhomía y sencillez. Invitado como fui a las ceremonias de la liberación y reincorporación de Namibia a Suráfrica -colonizada como había sido por los afrikaaners blancos de Suráfrica y separada de esta, estuve en la misma tribuna de personalidades e invitados. Tres o cuatro escalones más arriba de donde me sentaba estaba Nelson Mandela. Uno de mis hijos, entonces de 10 o 12 años, me había pedido que le consiguiera un autógrafo del líder surafricano. Cuando terminó la ceremonia, aproveché y subí hasta donde se encontraba Mandela y le pedí la firma. Cortésmente y con una gran sonrisa, sacó su pluma y satisfizo la solicitud. Cruzamos unas escasas palabras, para expresarle mi gratitud y la de mi hijo y eso fue todo. En eso pasó por mi lado Jesse Jackson, el líder negro norteamericano, por aquellos años, de mucha nombradía y también invitado al acto. Quise darle una ñapa a mi hijo y salí de pepa asomada a hacer el mismo requerimiento a Jackson. Con un gesto desdeñoso apartó mi mano.
Dos líderes, dos personalidades, dos modos de ser, dos modos de entenderse con el mundo y su gente.
Mandela es literalmente reverenciado hoy en todo el planeta. De Jackson nunca más se supo nada.